SOBRE COMPRENSIÓN LECTORA
La
alerta me sobreviene a raíz de una petición que alguien, cargado de filantrópica
intención, le lanzó la semana pasada a Rebeca Argudo. Este fue el guante
lanzado: «¿Para cuándo un artículo sobre comprensión lectora?».
Y
a esa noble petición Argudo la respondió como hubiese respondido cualquier otra
hada madrina de cuento —aunque seguramente no tan linda como ella—: «Sus
peticiones son órdenes para mí».
Pero
la realidad se ha convertido en los últimos días en un ciclo de centrifugado bastante
fuerte e intenso. Quizá demasiado intenso como para ocuparnos de insignes
paparruchadas como esta cosilla de la comprensión lectora. Y por favor, les
pido un poquitín de paciencia, Rebeca hace lo que puede; esa chiquilla no se
levanta jamás de la silla frente al ordenador. En ocasiones he llegado a
preguntarme quién diantres le pone a Rebeca las lavadoras. ¿Acaso tendrá Rebeca
un esforzado minino lavandero? Doesn’t matter, who cares y vamos al grano:
El
caso es que mientras aguardo a que mi luminaria tenga a bien el aluzarme sobre
tal particular —les ruego me disculpen la afectación, habla un hombre
enamorado—, he decidido yo, por mi parte y por qué no, contarles alguna cosita
sobre este temita en concreto.
Así
pues les ruego silencio, abran todos sus cuadernos y escriban: COMPRENSIÓN
LECTORA.
—¿En
mayúsculas?
—Si,
por favor; todo en mayúsculas y tildando bien la comprensión. Empecemos:
Hace
ya bastantes años que el menda se gana la vida cambiando pañales en un
geriátrico. «¡Oh, es un trabajo muy loable y digno de admiración!» Sí, sí, lo
que ustedes quieran. Es un trabajo que nos da de comer a mí y a mi gata y a un
pequeño delincuente que a veces se queda a dormir y a otras cosas y que no me
acuerdo nunca de cómo demonios se llama. Digamos que es un trabajo y ya está.
Pero
esto no siempre fue así, qué va, para nada. Lo cierto es que antes de eso, yo
tenía un señor currazo. Vamos, la envidia de todo Madrid. Antes de currar donde
ahora curro, yo curraba de librero. Y ahora que mi antiguo jefe es por fin mi antiguo
jefe, se lo puedo contar a ustedes sin ningún temor a represalias: En aquel
curro yo me toqué los cojones a manos llenas. Porque libros no compra ni el
Tato, así que mi única ocupación en aquella caseta número veintiuno de la Cuesta
de Moyano era sentarme a leer, todos los días, de diez a tres y descansando los
lunes, que ahí ya leía en mi casa para no desgastarle demasiado la silla a mi
jefe.
Pero
quién sabe por qué caprichos del destino, de vez en cuando, muy de vez en
cuando en realidad, yo tenía algún cliente. Y en aquellas ocasiones yo estaba
tan poquito acostumbrado que me temblaba la voz, se me aflojaban las piernas o
se me caía al suelo el cambio. Y así fue que en una de estas excepcionales
ocasiones me llega una señora mayor con ‘La pasión turca’ en la mano:
—¿Te
lo has leído?
—Por
Amón que lo he leído. Un libraco excepcional.
—Es
que no sé. ¿Y es muy porno?
—Señora
mía, se trata de Antonio Gala. Me temo que con don Antonio no precisará usted de
kleenex que acompañen la lectura. Si busca algo un poco más heavy tengo al
señor Sade al completo; solamente son dos tomos, pero vestidos de cuero, lo que
eleva el precio del producto de modo considerable…
—No,
no, está bien. Si a mí lo que no me gusta es leer ordinarieces. Me lo llevo.
Y
se lo llevó. Se lo llevó y regresó algunas semanas más tarde. Y le pregunté qué
tal.
—¿Qué
tal? Pues fatal. Sinceramente, Gala es un autor que me gusta, nos entiende muy
bien a las mujeres ¿sabe? Pero con esta novela me ha decepcionado.
—¡Señora
mía! Pues de verdad que lo siento. ¿Y puedo preguntarle por qué?
—Pues
porque este libro justifica y alienta los malos tratos. La violencia del hombre
hacia las mujeres. Es deleznable e impropio de un señor de su categoría pensar
así.
—¿Un
señor de mi categoría?
—¡Un
señor de la categoría de don Antonio!
Quedé
perplejo. Por supuesto que en cuanto regresé a mi casa corrí a buscar entre las
perfumadas páginas en las que Gala supo condensar nada menos que tres
ancestrales continentes. Necesitaba encontrar aquello que a esta púdica señora
le había ofendido tanto. Y supongo que esto fue:
«Me
despertó su voz.
—¿Qué
haces aquí?
Abrió
la puerta y de un empellón me metió dentro.
—¿Dónde
has estado?
—En
Madrid.
Me
dio un revés tan grande que casi perdí el sentido. Tenía todo el derecho. Así
quedaba claro, para él y para mí, que había vuelto rendida. Mi cuarto viaje a
Estambul se producía bajo el acatamiento a mi dueño».
Supongo
que esto fue, pero podría haber sido cualquier otro pasaje de cualquiera de los
cuatro cuadernos, porque el sometimiento de Desideria a Yamam, la pérdida total
de control sobre ella misma, la destructiva obsesión por diluir la propia
identidad en la identidad del otro, la locura, la ceguera, la cerrazón de su
amor por ese hombre es precisamente el motor que hace rodar la novela.
Quedé
desolado y preguntándome en qué momento hemos olvidado para qué sirve la
literatura. ¿No es triste? Bueno, para mí lo fue. Y lo viví como una tragedia
en toda regla. Una tragedia modesta y cotidiana, ¿chiquitita tal vez? Una
tragedia asumible, si quieren, pero una tragedia con todas las letras.
No
me hagan mucho caso —estoy cerca de cumplir cuarenta años y hace ya varios que
no logro hablar de corrido—, pero creo que fue Miguel A. Zapata quien ha pergeñado recientemente este término:
‘literatura selfie’. Dios te conserve la retranca, Zapata, que nos reímos mucho
contigo.
Y
sí, quizá la tragedia se deba a la nueva auto-ficción. Y digo ‘la nueva’
porque, aun a riesgo de producir irritación, escoceduras o mortales erupciones,
estos nuevos popes del ombliguismo y del yo, no han inventado absolutamente
nada nuevo.
‘De
profundis’, ‘A sangre fría’, ‘Queer’ o el ‘¡Exterminador!’ de Burroughs
—cualquiera de Burroughs, en realidad—; ‘Sexus’, ‘Plexus’ y ‘Nexus’ de Miller o
hasta la mismísima Barbara Cartland si me apuran. La lista podría ser infinita,
para qué seguir…
Podría
habérselo explicado. Podría haberle argumentado que eso precisamente es lo que
hace un novelista. Meterse en la piel de otros, sentir a través de sus
personajes, amarlos sin cuestionarlos y defenderlos a muerte, caiga quien caiga
y le pese a quien le pese. «Gala no está haciendo apología del maltrato,
señora», podría haberle contestado.
»Gala
está metiéndose en la piel de una mujer enamorada de un maltratador. Está
ejerciendo, por tanto, el noble precepto que es propio de su facultad de
escritor: Ponerse en la piel de alguien de modo que a usted le resulte creíble,
señora mía».
Pero
no lo hice. Qué más da. Aunque hubiese conseguido hacérselo entender a esa
señora, hay otro buen puñado de gente que seguirá sin terminar de entenderlo. Y
es grave.
¿Recuerdan
cuando hace algunos años todo un ejército de valquirias se le echó encima a
Loquillo por la letra de ‘La mataré’? ¿Tan difícil es comprender que una cosa
es el intérprete y otra cosa la canción, que una cosa es el autor y otra la
obra?
No
lo hice. La observé alejarse de la mano de su enfado. La imaginé doblando la
esquina, después, —de esto ya hace muchos años—, encontrándose a Ferrandis de
sopetón, emocionándose toda, tirándosele al cuello, estrujándole en un
dramático abrazo conmovido:
«Dios,
Chanquete, menos mal. No te lo vas a creer, pero… ¡Todos piensan que te has
muerto!».
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