martes, 20 de noviembre de 2018

IGNATIUS REILLY: EL QUIJOTE AMERICANO

 


IGNATIUS REILLY: EL QUIJOTE AMERICANO
 
 

 Marzo de 1969, un paraje solitario a las afueras de Biloxi, Misisipi. Un hombre  joven de aspecto atildado  ha conducido durante toda la noche. Con exquisito cuidado y ademanes comme il faut, aparca ahora su Chevy azul eléctrico en un estacionamiento poco transitado. Acto seguido se apea del automóvil, recoge del portaequipajes una manguera comprada el día anterior y la amorra al tubo de escape, introduciendo el otro extremo en la ventanilla trasera del vehículo.
 
El monóxido de carbono mata rápido y de manera indolora. No es la manera más heroica de suicidio, pero es sin duda eficaz; y cuando menos resulta, además, una muerte bastante literaria.

Las motivaciones del joven nunca han estado del todo claras —la madre destruyó la nota de suicidio que el chico escribiera como despedida, aludiendo de forma vaga en algún momento a aquella nota para tipificarla como “los desvaríos de un loco”—.

Y la verdad es que para entonces el muchacho ya arrastraba una prolongada depresión generosamente regada de un alcoholismo feroz; jamás sabremos, por tanto, si la larga sarta de rechazos editoriales que recibiera aquel chico resultó determinante en esa última —seguramente también precipitada—decisión del joven Toole.

No dejan de sorprendernos los argumentos expuestos por algunos de los editores que tuvieron el manuscrito en sus manos en vida de Toole:
«…en realidad no trata de nada en concreto…»

«…demasiado larga…»

«…Ignatius no es tan bueno como usted cree…»

 El caso es que a pesar de la falta de visión de aquellos editores, doce años después, en 1981, ‘La conjura de los necios’ se alzó con el Premio Pulitzer de novela de aquél año. Fue gracias a la insistencia de esa madre destructora de notas de suicidio. La pobre mujer se pasó lo que le restó de vida mendigando de puerta en puerta, hasta que finalmente el escritor Walker Percy aceptó, a regañadientes, iniciar la lectura de un manuscrito enorme y prácticamente ilegible. Hoy por hoy se considera una de las obras cumbres de la narrativa contemporánea norteamericana.

El año que viene se cumplirán 50 años de aquel hecho luctuoso sucedido a orillas del Golfo de México; así que vayan calentando motores, desempolven sus cuadernos Gran Jefe y prepárense para gritar: ¡Deberían azotarla! Seguro que lo pasaremos bien.

Por qué motivo consigue un lector ‘encariñarse’ de un personaje maligno y egocentrista, misógino, racista, vago y alborotador, rancio, guarro como él solo, casposo y comedogénico —la lista de descalificativos podría ser infinita— es un absoluto e irresoluble misterio. Y, bueno, la literatura es que siempre lo es. Quizá Santiago Segura podría aportarnos algunas claves sobre este particular en versión cinematográfica.

El caso es que 50 años después de la muerte de Kennedy Toole, el orondo Ignatius Reilly aún sigue arrancando risotadas a toda una legión de fans que crece de forma continuada. No suele suceder con todos los libros, con este, siempre: Charlando con Menganito o con Zutanito ambos os confesáis mutuamente lectores de esa gran conjura de ‘dunces’, y una amplia sonrisa de reconocimiento y satisfacción os ilumina el semblante. Es normal; recordáis las carcajadas, la sorpresa, el alborozo de la primera vez; la indefinible extrañeza al preguntaros como algo así de divertido no había caído aún en vuestras manos y la inmensa alegría de saber que ya no os iréis de este mundo sin antes haberlo leído.

El éxito de 'La conjura de los necios’ responde a una fórmula tan sencilla de comprender como difícil de conseguir, y que se enuncia de la siguiente manera:

Verosimilitud convincente + Sencillez aparente = Genialidad narrativa sorprendente.

Y no puedo estar más de acuerdo con todos aquellos que dicen que Reilly ha de ser a la fuerza un autorretrato deformado y exorbitante del propio Toole, aunque tampoco tan alejado de lo que debía de ser la realidad interior del propio autor.

No amamos las novelas porque nos hagan más inteligentes o porque nos brinden certezas, nos enamoramos de las historias que conforman universos sencillos y verosímiles de los que no queremos salir.


Y el universo de personajes que Toole configura en la Nueva Orleans de los primeros años de la década de los 60 es una verdadera jaula de grillos de la que cuesta mucho salir. Un profuso catálogo de estrambóticos personajes a cada cual más histriónico, todo un elenco de locos de atar.


Desde la propia madre de Ignatius hasta el inepto patrullero Mancuso, la desapegada ‘inexistencia’ de la señorita Trixie, la sórdida y a la vez ingenua caterva de maleantes que se reúne en el club de Lana Lee, el inolvidable acento sureño del muy existencialista  Burma Jones o las irritantes y sempiternas soflamas de Myrna Minkoff. A cada cual más magnífico, todos inolvidables.

Poniéndome muy puntilloso, podría llegar a reconocer que quizá las páginas dedicadas a organizar ese lobby gay que iría destinado a poner en jaque a todo el ejército de los Estados Unidos, a mí se me hicieron un poquitín menos graciosas —a ver, porque aburridas, lo que se dice aburridas, tampoco son—. Y también creo que a la disparatada fiesta en la casa de los maricas se le podría haber sacado aún más jugo. Pero en todo caso no son más que mis apreciaciones subjetivas, cada lector de la Conjura tiene sus propios pasajes preferidos. Otros encuentran demasiado largas las reflexiones de Ignatius como el nuevo Boecio, pasajes que en mi opinión no pueden ser más hilarantes.

Lo que creo indiscutible es que a pesar de que la novela tiene sus momentos álgidos con sus descansos intercalados —o quizá precisamente debido a ellos—, el libro se lee del tirón y casi sin respirar; dejándonos al final esa impagable sensación de tristeza por haberla terminado.  

Uno tiene su altarcito para rendir culto a sus lares; les prendo su incienso, les limpio sus fotos, les sirvo de cuando en cuando licores o les honro con sus velas. Toole tiene su huequecito entre Capote y Harper Lee. Yo sé que los dos le cuidan. La gran tragedia de Toole fue que, en ocasiones, la avasalladora entidad de la obra fagocita al propio autor. En este caso, literalmente se lo llevó por delante. Pero como reza la célebre frase de Jonathan Swift que da título a la novela:

«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele fácilmente por este signo: todos los necios se conjuran contra él».

Para aquellos que ya seáis fans y no lo sepáis, la biografía de Toole en castellano la sacó Anagrama en 2015, y se titula ‘Una mariposa en la máquina de escribir’.

Y para aquéllos que aún no hayan tenido el inmenso placer, el 50 aniversario del fallecimiento de Toole será una ocasión perfecta para dejarse seducir. Siéntense en algún lugar predilecto, relajen su válvula pilórica y pertréchense de una gran caja de ‘tissues’, porque se van a reír, y mucho.    


                                              



 



 
 


miércoles, 14 de noviembre de 2018

SOBRE ARRANQUES DE NOVELA

 


SOBRE ARRANQUES DE NOVELA...
 
 

«Era un caballero y tenía un novio búlgaro. Pero ahora me he quedado sin novio y dudo mucho de que siga siendo un caballero. Creo que soy una perdida». Así arranca la novela más accidentada e hilarante de Eduardo Mendicutti,  ‘Los novios búlgaros’. Y es un arranque sincero y desgarrador, pregnante, intrigante, conmovedor; pero sobre todo extraordinariamente compendioso, porque en esas tres sencillas frases Mendicutti ha conseguido resumir toda la novela al completo.
Sobre arranque de novelas se han escrito rivers y rivers de tinta. Y si las primeras frases de un libro ya eran cruciales en tiempos de Cervantes, cuánto más habrán de serlo en estos tiempos de hoy, en que la lucha por conseguir una mínima atención de alguno de nuestros semejantes se ha convertido en una batahola digna de un corral de gallinas ponedoras.
Sobre Cervantes, por cierto, resulta curioso observar como la evolución del idioma nos aleja de esa primera jocosa impresión que pudieron llevarse sus coetáneos al leer el primer párrafo de las aventuras y desventuras de don Alonso Quijano:
“…un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”
Desde el principio Cervantes deja muy claro a qué tipo de personaje nos enfrentamos, un hidalgo rural situado en lo más bajo del escalafón de la jerarquía nobiliaria. Y por si a sus contemporáneos no les hubiese quedado claro, en la siguiente frase Cervantes se apresura a desgranar el menú semanal que consume su antihéroe. Son platos desconocidos para nosotros, pero para la gente de la época, el primer párrafo del Quijote debía de suponer algo así como mil páginas de risas aseguradas.
Arranques magistrales los hay a puñados, vamos, que tienen para elegir. Yo tengo mis favoritos, y también algunos otros que estimo sobrevalorados. Por lo general se considera un arranque magistral el de Chuck Palaniuk en ‘Asfixia’:
“Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero”.  
El autor intenta recabar la atención del lector conminándole, precisamente, a dejar de seguir leyendo. Pues no sé, chica, habrá quien pique el anzuelo, pero a mí me da un poco de pereza, porque se le ve el plumero a la legua. Si tan poco recomendable es lo que escribes, ¿para qué coño escribes? Falsa modestia, empieza engañando, a mi no me atrapa una mierda.
A mí siempre me gustó como empieza a hablarnos Salinger, porque es honesto:
 “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no me apetece contarles nada de eso”.
¿Lo ven? Así sí. Déjate de mariconadas y vamos al grano, compadre.
Siempre me resultó enternecedor el arranque que brinda Mary Renault a Bagoas en ‘El muchacho persa’:
“Para que no vayáis a suponer que soy un hijo de nadie, vendido por algún padre campesino en año de sequía, diré que nuestro linaje es muy antiguo aunque tenga que morir conmigo”.
¿Quién nos habla? Un eunuco, un castrado, un capón. Un muchacho pobre y sin familia condenado de por vida al ejercicio de la prostitución. Si de verdad este chico fuese un ‘hijo de alguien’ en la Persia del siglo IV antes de Cristo, hubiera conservado los huevos. Y sí, en efecto, el protagonista comienza su relato engañándonos; pero no por falsa modestia, sino en un intento desesperado por procurarse la dignidad que le han arrebatado. Por eso me enternece.
Y sin salirnos demasiado del quitón y las cráteras de frutas frescas, me viene así a la memoria el arranque más que genial que le dio Robert Graves a su ‘Yo, Claudio’:
 “Yo, Tiberio Claudio Druso Nérón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos)…”   
Di que sí, Claudio, con todo tu coño, que estamos entre amigas.
Arranques malos, malos, también hailos muchos, muchos. Jamás me olvidaré, por ejemplo, de esta perlita en concreto, juzguen ustedes mismos:
“Piso la moneda como se neutraliza un insecto y la mantengo entre el hombre y la tierra mientras entrego el precio exacto y no sé si justo del pan…”
¿La mantengo entre el hombre y la tierra? ¿A la moneda? ¿En serio? ¿Quién coño te crees que eres, Jesucristo? Además, que hay que ser ruin y cicatero para andar discutiendo el precio de una puñetera barra de pan, vamos, digo yo. ¿Qué quién es? Bah, ¿y a quién le importa? Además, el protagonista, que no es otro que el propio autor, se pasa la novela haciéndose pajas. Por el amor de Dios, que mandriles somos todos, pero le damos a nuestras pajas la importancia justa y necesaria, no hay ninguna necesidad de cortar árboles para contárselo a la gente. En serio, el libro es pésimo.
Y es que para lograr un buen arranque no hace falta ni andarse por las ramas ni pajearse con circunloquios. Llamemos a las cosas por su nombre. Eso es algo que Sabina Urraca tiene muy claro desde el principio en una novela que jamás me cansaré de recomendar, de regalar, de releer… Así arranca ‘Las niñas prodigio’:
“Todo empieza cuando me invitan a ver un parto”.
¡¿Qué te han invitado a ver un parto?! Pero, ¿quién? ¿cúando? ¡¿Pero cómo ha sido eso, muchacha?! ¿Lo ven? Rápido, sencillo y directo al corazón. Te lo compro y sigo leyendo.
Y así para terminar, porque lo poquito agrada y lo mucho cansa y dios me libre a mí de cansar a nadie con mis monsergas, no quiero dejar de ponerles a ustedes en la pista de mi muy querido señor Bayly, el ‘enfant terrible’ de las letras peruanas. Escribe ‘La noche es virgen’ sin una sola mayúscula, y arranca la novela de este modo:
“a mariano lo vi por primera vez en el cielo”
¿En el cielo? ¡Wow! Pues Jaime, cariño, si a tu mariano lo conociste en el cielo, yo también necesito conocerlo. Háblame de tu Mariano, ¡cuéntamelo todo!
Por cierto, que esta novela, Bayly se la dedica a sí mismo, y añade: “aunque no me lo merezco”. ¡Grande tú, Jaime Bayly!
Lo dicho, que me despido. Tengan ustedes felices arranques, y sigan leyendo.
 


lunes, 12 de noviembre de 2018

MAÑAS Y EL 'BEAT' ESPAÑOL



MAÑAS Y EL 'BEAT' ESPAÑOL
 
 

Érase una vez, una república floreciente. Una república en la que las mujeres se podían divorciar y ser económicamente independientes de sus padres y maridos. Una república que empezaba a implementar una educación libre, laica y de calidad para todos sus ciudadanos. Una república en que la homosexualidad dejó de estar tipificada como delito. Una joven república, en fin, que empezaba a dar los primeros pasos en la implantación de los modernos principios y valores democráticos que comenzaron a cristalizar en los estados occidentales de aquellas primeras décadas del siglo XX.
Entonces llegó a aquella joven república un señor bajito y con muy mala leche que partió la república en dos. Asoló aquél país con una guerra intestina y entre hermanos —una guerra que nadie ganó— y de ahí en adelante se apoltronó en un palacio muy viejo durante más de treinta años, años durante los cuales, en aquel país, se hizo lo que a este señor tan bajito y con tan mala leche se le puso en las santísimas gónadas.
La herencia de aquellos oscuros años en que Sauron llevó el anillo y se arrogó el petulante derecho de gobernarlos a todos, se dejó sentir en aquel país herido en forma de un importante retraso madurativo en muy diversos aspectos; y la literatura tampoco escapó de esta triste involución.
La literatura durante la dictadura franquista estuvo dividida en dos grandes frentes. De un lado se situaron los autores afines al régimen o aquellos que quisieron mirar para otro lado, cultivando una literatura esteticista y conservadora que la fauna de copete consumía con fruición. De este lado la poesía arraigada de Panero y Luis Rosales, las novelitas de salón de Carmen de Icaza o el teatro  popular de Arniches o los Quintero.
De otro lado, la literatura existencialista que mostraba sin tapujos el desarraigo vital y la desesperanza de la sociedad de posguerra iría conformando la nueva novela social de los años cincuenta. El ‘tremendismo’ de ‘La familia de Pascual Duarte’ y el grito que supuso ‘Nada’, de Carmen Laforet, serían el estopín de salida para una serie de novelas donde la realidad satura la narrativa. Nuevamente Cela, con ‘La colmena’; ‘El Jarama’, de Ferlosio; ‘El camino’, de Delibes; o ‘Primera memoria’, de Ana María Matute serían prueba y testimonio de la realidad social de aquellas primeras décadas de la dictadura.
Sería injusto olvidar el humor, porque aquella sociedad de silencio y falta de libertades necesitaba como el agüita de mayo el oxígeno de la risa; y ese oxígeno lo tuvo, lo tuvo mucho y muy bueno en las figuras magistrales de Tono, Poncela, Neville o Mihura —no me sustraigo a apuntar que a la primera ‘Pretty Woman’ la creó Mhiura en 1959, y la llamó Maribel—.
Y también sería injusto olvidar a los grandes nombres de la novela experimental de los años sesenta, un magistral Martín-Santos, en ‘Tiempo de silencio’, recurriendo a temas tan espinosos para la época como el aborto en una novela donde más allá del fracaso de su protagonista, quien fracasa estrepitosamente es toda una sociedad al completo. O el gigantesco monólogo interior de Carmen Sotillo en ‘Cinco horas con Mario’, donde Delibes también hace fracasar a una sociedad entera a través de los velados reproches de una viuda a su marido de cuerpo presente.
Olvidándome de muchos nombres y siendo simplista al extremo, cuando hablo de ‘retraso madurativo’ me refiero al escalofriante dato de que la primera edición de ‘El pueblo y la ciudad’ —publicada aún bajo el nombre de ‘John’ Kerouak— data de 1950, el mismo año en que Carmen de Icaza publicaba en España ‘Yo, la Reina’.
Cuando hablo de retraso madurativo me refiero a que algo como ‘El almuerzo desnudo’ de Burroughs hubiera sido impensable en la España sumisa y pacata de 1959. Cuando hablo de retraso madurativo me refiero a que mientras en España hacíamos cola para ver a Conchita Velasco en ‘Las chicas de la Cruz Roja’, siete mil quilómetros al Oeste, al otro lado del charco, estaba ya floreciendo la Generación Beat americana. Cuando hablo de retraso madurativo me refiero a que siete años antes de que naciera Fabio McNamara, un puñado de escritores norteamericanos ya estaban sentando las bases de lo que sería el PUNK de la década de los ochenta.
No seré yo quien se atreva a poner en tela de juicio la sacrosanta Transición española. Ya otras voces más potentes y autorizadas han tenido a bien señalar que, en muchos aspectos, la tan alabada Transición no fue sino un tardo-franquismo convenientemente maquillado. Y tampoco voy a obviar que no fue fácil, que durante muchos años, numerosísimas y muy musculosas figuras políticas tuvieron que hacer denodados esfuerzos sobre el alambre para volver a unir lo que una herida de treinta y seis años había desunido. Pero debemos reconocer que en muchos aspectos este país siguió arrastrando ese retraso madurativo hasta bien entrada la década de los ochenta, y aún esto siendo magnánimos.
Por mi parte, jamás me cansaré de repetir que el BEAT no llegó a España hasta que Mañas publica el Kronen. Quizá Mañas tuvo un precedente en la figura de José Luis Alonso de Santos —teatro— y en el cine quinqui de Jose Antonio de la Loma y de Eloy de la Iglesia, pero en el ámbito de la narrativa Mañas fue, es y será, nuestro primer autor PUNK de pleno derecho —tampoco sé si ha habido alguno más después de él—.
Que lo de Mañas no es literatura es algo que todavía discuten hasta sus compañeros de generación. Por apenas tres euritos que cobra Filmin podéis descojonaros a gusto viendo a un señor sudoroso y abotagado de chuletones sorprendiéndose de que Mañas aún siga escribiendo. A ver, que a cada uno lo suyo, y que aquí el criterio es libre, pero creo que a Mañas no se le puede negar el haber sido el primero en dar voz a una generación hastiada de títulos blancos.
El rock&roll podrá gustar más o menos, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría aseverar que el rock&roll no es música; lo mismo que siguen siendo música el tecno, el rap, el hip-hop, trip-hop, drum&bass y así ad infinitum, por más que a Teresa Berganza puedan horrorizarle estas y otras expresiones musicales. Sin embargo en literatura siempre se ha tendido a denostar todo aquello que no resuena con el esquema compositivo clásico.
Se infravalora lo nuevo, lo diferente, lo que hace ruido. Al igual que el oído acostumbrado a las armonías academicistas de la edad dorada de la música se escandaliza ante la escala pentatónica del jazz, así los ojos amigos del retruécano y la impostura se escuecen muy fácilmente leyendo groserías e improperios impresos en papel offset; pero por mucho que les escueza, ese fragor y ese ruido sigue siendo literatura en mayúsculas.
A Mañas siempre habremos de agradecerle el fiel testimonio de una manera de hablar, de sentir, de comerse la ciudad. Testigo y cronista in situ de una generación excluida por sus propios padres, los padres que también lo fueron de la transición, y que tan bien supieron repartirse ese pastel.
Y por mucho que a un señor sudoroso y abotagado de chuletones le duela, a Mañas también hay que reconocerle la afiladísima visión para anticipar la podredumbre de las alcantarillas del estado o el descalabro de aquella fiesta inversionista que parecía no tener fin en aquellos primeros años de los 90. Todo eso está en la tetralogía del Kronen, junto a la crítica social, el retrato generacional, la jerga, la juerga, los neologismos, las nuevas drogas de reciente diseño que consumíamos en comunión y toda la música que nos hacía vibrar por entonces.
El Kronen fue nuestra literatura, la nuestra, por fin la nuestra; no la que decidían nuestros padres desde los blancos despachos enmoquetados de las grandes editoriales. De hecho Mañas se coló como un trueno en aquellos despachos, manchando las impecables moquetas de barro, demostrando a todos los paladines del ramo que la juventud quería leer, y que quería leer su propia literatura, la suya, la de sus autores.
No estuvo solo, estuvieron con él completando la nómina Lóriga y la Etxebarría, Gabriela Bustelo, Ismael Grasa, Pedro Maestre, Paula Izquierdo, Benjamín Prado, Marta Sanz… E hicieron generación, por mucho que ellos se reafirmen en lo contrario. Fueron generación para nosotros, los lectores; y les llamaron neorrealistas, generación X o simplemente chicos malos. 
No me olvido de que para cuando Mañas se hizo con el finalista del Nadal, Lóriga ya había publicado ‘Lo peor de todo’ en 1992, y ‘Héroes’, del 93. Pero si el BEAT es escándalo y ruido, droga, nihilismo, exageración…, quien de verdad hizo revolverse a los popes de la narrativa de este país fue Mañas, el primer BEAT español.
Y a partir de ahí, el que alguien quiera arrogarse el derecho de decidir qué es y qué no es literatura, tampoco es nuestro problema. La literatura es un espejo de la vida, y en ese espejo se refleja todo, lo sagrado y lo profano, lo académico y lo mundano, lo asonante y lo disonante, el caca-culo-pedo-pis y por supuesto también el BEAT, por más que a un señor sudoroso y abotagado de chuletones le escueza el ojete reconocerlo.
Lo dicho, disfruten de Mañas sin complejos. 
   


EL HOMBRE DETRÁS DEL NOMBRE



EL HOMBRE DETRÁS DEL NOMBRE
 
 
Propongamos unas coordenadas para situarnos, y convengamos que estamos en Londres, zona uno; primer y casi único número de Logan Place, una calle de impecable trazado rectilíneo en el exclusivo barrio de Kensington. Apenas restan un par de minutos para las doce del mediodía cuando un orondo y bien cuidado gato bicolor, de nombre Goliat, ha conseguido al fin superar el inconmensurable reto que se había propuesto para esta soleada mañana: fugarse de Garden Lodge con todas las consecuencias.
Y lo sé, ‘inconmensurable’ es una palabra demasiado larga, demasiado grande; debe por tanto emplearse con muchísimo cuidado. Comprendo que pueda parecer exagerada para describir una modesta epopeya minina, pero es que la proeza que Goliat acaba de realizar es cualquier cosa menos modesta: Garden Lodge se protege de las miradas de los curiosos con un infranqueable doble muro de más de tres metros de altura en todo su perímetro.
La anécdota nos la brinda Jim Hutton en su libro “Mercury & Me” —no busquen edición en castellano porque no existe—, y no nos llega a aclarar el señor Hutton el modo en que consiguió aquel gato marrullero llevar a feliz consecución tan monumental hazaña —obviamente Hutton no fue testigo—, pero el caso es que Goliat lo consiguió. Sus suaves almohadillas rosadas acaban de pisar territorio desconocido. Su diminuta nariz hociquea feliz los desconcertantes olores de una ciudad que se despliega por fin ante él, totalmente ajeno y desentendido de la hecatombe que su ausencia va desatar en el interior de la mansión algunas horas después.
Para que a nadie le quepa duda: Los gatos pueden deambular por el jardín y explorar su modesto territorio a placer durante el día; pero todos, sin excepción, deben encontrarse en el interior de la residencia antes de la puesta del sol. Freddie es inflexible a ese respecto. Así que algunas horas después de que Goliat consiguiera llevar a buen término su plan de fuga, el pánico se había apoderado de los habitantes y trabajadores de Garden Lodge. Se revisaron armarios, cajones, anaqueles y aparadores… Desde el sótano al desván no quedó un solo rincón por inspeccionar, un solo lugar por recorrer, mientras una avanzadilla compuesta de los más allegados iniciaba una exhaustiva incursión por los alrededores de la finca; pero Goliat no aparecía por ningún lado.
Poco antes de la medianoche Freddie regresaba de Town House. Se lo comunicaron de inmediato. Por su expresión las cosas no habían ido demasiado bien en el estudio de grabación aquel día, y cuando recibió la noticia de la desaparición del gato, explotó. Perdió los nervios hasta el punto de lanzar un carísimo hibachi japonés por la ventana —suponemos que sin contemplar la posibilidad de abrir la ventana primero—, y cuando al cabo consiguieron tranquilizarlo un poco, llegó a ofrecer una recompensa de mil libras esterlinas a quien pudiera darle razón de su peludo minino.
Toda una reina del drama, una gran diva ofendida, un emperador feroz: Freddie Mercury en estado puro. Y a nadie debería sorprenderle, ¿quién puede escandalizarse? Estamos hablando de Freddie Mercury, cualquier otra reacción nos hubiese decepcionado.
Bien, nada de esto encontrarán en Bohemian Rhapsody.
Con respecto a los gatos, por cierto, Jim Hutton también nos ofrece en su libro detalles bastante más concupiscentes: “Éramos anticuados cuando se trataba de tener sexo en la intimidad. Cada vez que Freddie y yo saltábamos uno sobre el otro en el dormitorio para hacer el amor, él siempre se aseguraba de que ninguno de los gatos estuviera mirando”. Y en este caso, lo que observamos es a un hombre haciendo gala de una enternecedora pudibundez; no es mojigatería, solo sana urbanidad. Pero, repito: nada de esto van a encontrar en Bohemian Rhapsody.
El proyecto ha sido una total debacle desde sus inicios. Que a Rami Malek no le acompaña el físico es algo a todas luces evidente. No es ya que el señor Bulsara fuese bastante más guapo; es que Malek nos da como resultado un Mercury encanijado, pequeñito, un Mercury que no llena el escenario. Algo que sin duda no hubiera ocurrido de haber seguido Sacha Baron Cohen en el proyecto. Pero tres años después de que Brian May anunciara en la BBC que el actor de Borat daría vida a Freddie en la cinta, el señor Cohen decide desvincularse del biopic. Corría el año 2013 —ya ha llovido—, y la razón que entonces ofrece el humorista para explicar su partida fue que, tras habérsele explicado someramente el esbozo de lo que sería la película, y de escuchar, asombrado, que Mercury fallecería hacia la mitad de la cinta, preguntó bastante intrigado al resto de miembros de la banda qué ocurriría después. “Bueno, en la segunda mitad se verá cómo la banda sale adelante a pesar de todo”, fue lo que contestaron. Así las cosas, Cohen pensó que ya había escuchado suficiente y se largó.
Con todo, y a pesar de la espantada del primer protagonista, el proyecto se retoma en 2015; y ya en 2017 se da inicio a un rodaje accidentado y abrupto que vuelve a copar titulares. El dislate se completa con rumores sobre la tiranía del realizador hacia los actores, las constantes peleas de Bryan Singer con Malek, la reaparición de denuncias por acoso contra Singer en pleno auge del #MeToo, su decisión de ausentarse del rodaje sine die tras el descanso de Acción de Gracias y la resolución final de los ejecutivos de la Fox, que sustituyen a Singer por el que hasta entonces había sido el director de fotografía del film, Thomas Newton.
El estreno ha constituido, por tanto, un milagro. Y el resultado es un biopic avalado por la banda, una especie de cuento de hadas oficializado, un álbum familiar happyflower y buenista, es decir: Nada de enanos portando bandejas de cocaína sobre la cabeza, nada de camareros desnudos con pajarita, nada de rituales de vudú con pollos vivos ni profesionales del sexo contratados para atender a los invitados VIP. El retiro de Mercury en Munich se solventa con un fallido intento de apenas ‘cuatro o cinco chicos malos’ por intentar apartarlo del ‘buen camino’, cuando en realidad Freddie celebró allí su trigésimo noveno cumpleaños con una fiesta que se alargó por tres semanas. Arranques de vehemencia, exóticos delicatessen servidos sobre esculturales cuerpos humanos, rayas de coca, ambiciones desmedidas, celos artísticos y traiciones dignas de la mafia calabresa…, todo esto queda fuera de Bohemian Rhapsody. Los sucesivos jets privados de la banda —el primero fue el ‘Lisa Marie’, que perteneció a Elvis— tampoco aparecen por ningún lado.
Sin embargo sí existe algo en la cinta que muy pocas veces se deja ver en documentales y reseñas sobre el cantante; algo que Malek —y a pesar de ofrecernos a un Freddie encanijado y pequeñito— sí consigue mostrarnos de manera magistral gracias a un trabajo de mímesis apabullante, oficio actoral cien por cien americano; me explico:
Existe una entrevista a Freddie en YouTube, está fechada en 1987 y la condujo un tal Rudi Dolezal. Y quizá sea mucho suponer, pero la actitud de Freddie a lo largo de toda esa conversación lleva a pensar que quizá accediese al encuentro tras un extenuante día de trabajo. Cinco minutos más de mascarada y al fin podría largarse a su casa. Pero Freddie está cansado, la fatiga se trasluce en sus ojos y en un determinado momento no consigue evitar bajar un poco la guardia. Y entonces sucede algo mágico: Mercury desaparece y quien empieza a responder a las preguntas es Farrokh, el niño feo y dientón a quien en Feltham tachaban erróneamente de ‘paki’. Farrokh en toda su fragilidad de artista, Farrokh en su inseguridad más humana. Farrokh dueño de un amaneramiento que no llega a ser del todo femenino, pero de una delicadeza que conmueve; una pluma personalísima, sofisticada y turbadora, una pluma sexy como el infierno.
El hombre detrás del nombre, el rey ya sin su corona. El adolescente de la escuela de arte a quien se llegó a apodar ‘La Reina’ por su extravagante costumbre de azotar a sus compañeros teatralmente con un pompón colgado de un hilo. Aquel homosexual en ciernes que jamás alcanzó a perdonarse el haber puesto un punto final a su relación con  Mary Austin; aquel ya marido de su marido que sufría estando lejos de casa y que le pedía a Jim que le pusiera a los gatos al teléfono. Mercury reconociéndose sin ningún pudor como ‘The Great Pretender’, ese es el Freddie al que interpreta Rami Malek, y lo hace de un modo soberbio.
Vayan a verla a pesar de todo, en serio. Y tranquilos, Mercury no fallece a mitad de la película, y además pueden llevar a los niños.