MAÑAS Y EL 'BEAT' ESPAÑOL
Érase
una vez, una república floreciente. Una república en la que las mujeres se
podían divorciar y ser económicamente independientes de sus padres y maridos.
Una república que empezaba a implementar una educación libre, laica y de calidad
para todos sus ciudadanos. Una república en que la homosexualidad dejó de estar
tipificada como delito. Una joven república, en fin, que empezaba a dar los
primeros pasos en la implantación de los modernos principios y valores
democráticos que comenzaron a cristalizar en los estados occidentales de
aquellas primeras décadas del siglo XX.
Entonces
llegó a aquella joven república un señor bajito y con muy mala leche que partió
la república en dos. Asoló aquél país con una guerra intestina y entre hermanos
—una guerra que nadie ganó— y de ahí en adelante se apoltronó en un palacio muy
viejo durante más de treinta años, años durante los cuales, en aquel país, se
hizo lo que a este señor tan bajito y con tan mala leche se le puso en las santísimas gónadas.
La
herencia de aquellos oscuros años en que Sauron llevó el anillo y se arrogó el petulante
derecho de gobernarlos a todos, se dejó sentir en aquel país herido en forma de
un importante retraso madurativo en muy diversos aspectos; y la literatura
tampoco escapó de esta triste involución.
La
literatura durante la dictadura franquista estuvo dividida en dos grandes
frentes. De un lado se situaron los autores afines al régimen o aquellos que
quisieron mirar para otro lado, cultivando una literatura esteticista y
conservadora que la fauna de copete consumía con fruición. De este lado la
poesía arraigada de Panero y Luis Rosales, las novelitas de salón de Carmen de
Icaza o el teatro popular de Arniches o
los Quintero.
De
otro lado, la literatura existencialista que mostraba sin tapujos el desarraigo
vital y la desesperanza de la sociedad de posguerra iría conformando la nueva
novela social de los años cincuenta. El ‘tremendismo’ de ‘La familia de Pascual
Duarte’ y el grito que supuso ‘Nada’, de Carmen Laforet, serían el estopín de
salida para una serie de novelas donde la realidad satura la narrativa. Nuevamente
Cela, con ‘La colmena’; ‘El Jarama’, de Ferlosio; ‘El camino’, de Delibes; o ‘Primera
memoria’, de Ana María Matute serían prueba y testimonio de la realidad social
de aquellas primeras décadas de la dictadura.
Sería
injusto olvidar el humor, porque aquella sociedad de silencio y falta de
libertades necesitaba como el agüita de mayo el oxígeno de la risa; y ese
oxígeno lo tuvo, lo tuvo mucho y muy bueno en las figuras magistrales de Tono,
Poncela, Neville o Mihura —no me sustraigo a apuntar que a la primera ‘Pretty
Woman’ la creó Mhiura en 1959, y la llamó Maribel—.
Y
también sería injusto olvidar a los grandes nombres de la novela experimental
de los años sesenta, un magistral Martín-Santos, en ‘Tiempo de silencio’,
recurriendo a temas tan espinosos para la época como el aborto en una novela
donde más allá del fracaso de su protagonista, quien fracasa estrepitosamente
es toda una sociedad al completo. O el gigantesco monólogo interior de Carmen
Sotillo en ‘Cinco horas con Mario’, donde Delibes también hace fracasar a una
sociedad entera a través de los velados reproches de una viuda a su marido de
cuerpo presente.
Olvidándome
de muchos nombres y siendo simplista al extremo, cuando hablo de ‘retraso
madurativo’ me refiero al escalofriante dato de que la primera edición de ‘El
pueblo y la ciudad’ —publicada aún bajo el nombre de ‘John’ Kerouak— data de
1950, el mismo año en que Carmen de Icaza publicaba en España ‘Yo, la Reina’.
Cuando
hablo de retraso madurativo me refiero a que algo como ‘El almuerzo desnudo’ de
Burroughs hubiera sido impensable en la España sumisa y pacata de 1959. Cuando
hablo de retraso madurativo me refiero a que mientras en España hacíamos cola
para ver a Conchita Velasco en ‘Las chicas de la Cruz Roja’, siete mil
quilómetros al Oeste, al otro lado del charco, estaba ya floreciendo la
Generación Beat americana. Cuando hablo de retraso madurativo me refiero a que siete
años antes de que naciera Fabio McNamara, un puñado de escritores
norteamericanos ya estaban sentando las bases de lo que sería el PUNK de la
década de los ochenta.
No
seré yo quien se atreva a poner en tela de juicio la sacrosanta Transición española.
Ya otras voces más potentes y autorizadas han tenido a bien señalar que, en
muchos aspectos, la tan alabada Transición no fue sino un tardo-franquismo
convenientemente maquillado. Y tampoco voy a obviar que no fue fácil, que
durante muchos años, numerosísimas y muy musculosas figuras políticas tuvieron
que hacer denodados esfuerzos sobre el alambre para volver a unir lo que una
herida de treinta y seis años había desunido. Pero debemos reconocer que en
muchos aspectos este país siguió arrastrando ese retraso madurativo hasta bien
entrada la década de los ochenta, y aún esto siendo magnánimos.
Por
mi parte, jamás me cansaré de repetir que el BEAT no llegó a España hasta que
Mañas publica el Kronen. Quizá Mañas tuvo un precedente en la figura de José
Luis Alonso de Santos —teatro— y en el cine quinqui de Jose Antonio de la Loma
y de Eloy de la Iglesia, pero en el ámbito de la narrativa Mañas fue, es y será,
nuestro primer autor PUNK de pleno derecho —tampoco sé si ha habido alguno más
después de él—.
Que
lo de Mañas no es literatura es algo que todavía discuten hasta sus compañeros
de generación. Por apenas tres euritos que cobra Filmin podéis descojonaros a gusto
viendo a un señor sudoroso y abotagado de chuletones sorprendiéndose de que
Mañas aún siga escribiendo. A ver, que a cada uno lo suyo, y que aquí el
criterio es libre, pero creo que a Mañas no se le puede negar el haber sido el
primero en dar voz a una generación hastiada de títulos blancos.
El
rock&roll podrá gustar más o menos, pero a nadie en su sano juicio se le
ocurriría aseverar que el rock&roll no es música; lo mismo que siguen
siendo música el tecno, el rap, el hip-hop, trip-hop, drum&bass y así ad
infinitum, por más que a Teresa Berganza puedan horrorizarle estas y otras
expresiones musicales. Sin embargo en literatura siempre se ha tendido a
denostar todo aquello que no resuena con el esquema compositivo clásico.
Se
infravalora lo nuevo, lo diferente, lo que hace ruido. Al igual que el oído
acostumbrado a las armonías academicistas de la edad dorada de la música se
escandaliza ante la escala pentatónica del jazz, así los ojos amigos del retruécano
y la impostura se escuecen muy fácilmente leyendo groserías e improperios impresos
en papel offset; pero por mucho que les escueza, ese fragor y ese ruido sigue
siendo literatura en mayúsculas.
A
Mañas siempre habremos de agradecerle el fiel testimonio de una manera de
hablar, de sentir, de comerse la ciudad. Testigo y cronista in situ de una
generación excluida por sus propios padres, los padres que también lo fueron de
la transición, y que tan bien supieron repartirse ese pastel.
Y
por mucho que a un señor sudoroso y abotagado de chuletones le duela, a Mañas
también hay que reconocerle la afiladísima visión para anticipar la podredumbre
de las alcantarillas del estado o el descalabro de aquella fiesta inversionista
que parecía no tener fin en aquellos primeros años de los 90. Todo eso está en
la tetralogía del Kronen, junto a la crítica social, el retrato generacional,
la jerga, la juerga, los neologismos, las nuevas drogas de reciente diseño que
consumíamos en comunión y toda la música que nos hacía vibrar por entonces.
El
Kronen fue nuestra literatura, la nuestra, por fin la nuestra; no la que
decidían nuestros padres desde los blancos despachos enmoquetados de las
grandes editoriales. De hecho Mañas se coló como un trueno en aquellos
despachos, manchando las impecables moquetas de barro, demostrando a todos los paladines
del ramo que la juventud quería leer, y que quería leer su propia literatura,
la suya, la de sus autores.
No
estuvo solo, estuvieron con él completando la nómina Lóriga y la Etxebarría, Gabriela
Bustelo, Ismael Grasa, Pedro Maestre, Paula Izquierdo, Benjamín Prado, Marta
Sanz… E hicieron generación, por mucho que ellos se reafirmen en lo contrario.
Fueron generación para nosotros, los lectores; y les llamaron neorrealistas,
generación X o simplemente chicos malos.
No
me olvido de que para cuando Mañas se hizo con el finalista del Nadal, Lóriga
ya había publicado ‘Lo peor de todo’ en 1992, y ‘Héroes’, del 93. Pero si el
BEAT es escándalo y ruido, droga, nihilismo, exageración…, quien de verdad hizo
revolverse a los popes de la narrativa de este país fue Mañas, el primer BEAT
español.
Y
a partir de ahí, el que alguien quiera arrogarse el derecho de decidir qué es y
qué no es literatura, tampoco es nuestro problema. La literatura es un espejo
de la vida, y en ese espejo se refleja todo, lo sagrado y lo profano, lo
académico y lo mundano, lo asonante y lo disonante, el caca-culo-pedo-pis y por
supuesto también el BEAT, por más que a un señor sudoroso y abotagado de
chuletones le escueza el ojete reconocerlo.
Lo
dicho, disfruten de Mañas sin complejos.
Me encanta Juan, q guay!
ResponderEliminarYa me dirás como ponerlo para q me salga cdo los pongas.. Un besazo
Gracias Jane!! La verdad que no me apaño demasiado bien con las tecnologías, no sé de que manera podrías crear una alerta en blogger, pero si quieres te agrego al Facebook: Juambe Muñoz
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