domingo, 17 de febrero de 2019

GALA

 
 
GALA
 
Probablemente tomada en la fundación, supongo que en fecha más o menos reciente, la foto lo dice todo. ¿Premeditación y alevosía? A saber. El caso es que vivimos en un estado de derecho, así que mejor asumamos la presunción de inocencia de quien sea que haya disparado; pero intencionado o no, el tiro no pudo ser más certero.
Para mí es de las fotos más bellas que tiene: La ropa ya no consigue disfrazarle cuerpo, el cuerpo apenas le alcanza para contener al espíritu y el espíritu se derrama, a borbotones, desde el pretil de la mirada pícara y acartonada.  
Señoras, señores, don Antonio se despide; ya lleva algún tiempo haciéndolo. Y se despide sin miedo, ya lo ven, más feliz que una perdiz; y en silencio y en intimidad, pudoroso como solamente él ha sabido serlo.
Desde hace un año a esta parte son preguntas que de vez en vez me salen al paso: ¿Cómo serán hoy sus días? ¿Conservará entera la lucidez? ¿Quién o quiénes le estarán cuidando? ¿Recordará aún el nombre de cada uno de sus perros? ¿Rezará por las noches? ¿Cuáles serán sus lecturas, si es que acaso todavía lee…?
Y toda vez que alguna de estas preguntas me asola enseguida me lo imagino, unas veces asomando la adusta cabeza por alguna de mis ventanas, otras reflejado en el espejo cuando me afeito, descolgando el torso frágil desde el plafón de una lámpara o surgiendo de entre las faldas de alguna mesa camilla…  Hasta emergiendo del caldo mientras espeso un risotto se me ha llegado a aparecer… Pero se materialice donde se materialice, don Antonio siempre me responde lo mismo:
«¡Y a usted qué coño le importa!»
Ese era Antonio Gala. ¿Por qué? Pues porque podía. También Cela y también Umbral lo fueron, un poco así… como bordes. La diferencia con Gala es que mientras ellos solían caer mal en sus exabruptos, Gala soltaba una fresca de las suyas y siempre aterrizaba sobre las cuatro patas, jamás resultaba antipático. Y sospecho que la razón detrás de esa gran virtud —la de caer simpático a pesar de ser muy borde— estriba en que las borderías de Gala siempre fueron cachondeo.
Pocos tan cascarrabias como él, y pocos tan entrañables: Gala ha sido un autor redondo. Y no me refiero al talento, que está fuera de toda duda. Además de talento Gala ha contado desde el principio con una singularidad por los que muchos autores darían la mano derecha —quizá la izquierda también—; una rareza solo al alcance de muy pocos: Gala se ha sabido construir un personaje, y ese personaje ha sido, durante años, una potentísima máquina publicitaria al servicio de sí mismo. Nadie en la feria manejaba una fila de firmas tan bien como él. Gala sabía cuándo entretenerse y cuándo era preferible ir aligerando el paso. Manejaba el fenómeno fan como maneja el buen pescador su hilo. Y lo mejor de todo es que ese personaje suyo, aparentemente pazguato, casi siempre pudibundo y excesivamente edulcorado, jamás conoció el replegarse a la obsecuente y por demás muy rentable corriente de pensamiento oficialista de todas las ‘gentes de bien’.
Observen si no esta bomba: “Curioso país este en que la mujer más bella es un hombre, y en el que el matrimonio más duradero es el de dos homosexuales”. Arrea. La cita la recoge el periodista Joan Martínez Vergel en un magnífico ensayo sobre la sociedad rosa española titulado ‘Gai, ¿el quinto poder?’ en el año 2005, de la editorial Volter. Y creo que a nadie se le escapa a quiénes se está refiriendo Gala, tanto hablando de belleza como al hablar de barrer la casa. Yo en su momento me cabreé, y normal, pero es que a Vergel lo leí hará lo menos diez años. Hoy ese abierto cinismo de señoritingo andaluz por adopción me sigue cabreando igual, pero hoy lo entiendo mejor, porque Gala simplemente estaba siendo él mismo, dándole bastante igual lo que el resto del mundo pudiera pensar al respecto. Don Antonio siempre fue de esa cuerda de homosexuales que siempre ha llevado a gala una mariconería silenciosa y de puertas para adentro, una sodomía de salón y óperas alemanas que se complacía en el ‘amour fou’ de sus encuentros secretos de gabinete. Y a esa mariconería de marquesonas y régimen del 39 siempre se le ha atragantado esta posmodernez  que es el ‘outing’, porque el ‘outing’ daba al traste con el glamour efectista y de secreta sordidez con que se adornaban aquellas maricas ricas de entonces.
Me sigue cabreando igual, como digo, pero ahora se lo perdono; porque ni mi época es su época, ni mi clase va a ser su clase, ni mis amigos serán jamás sus amigos; y a Dios gracias.
Por lo demás siempre me ha parecido un autor valiente. Hay que serlo para salir en defensa de un personaje al que la historia ya ha coronado como rey absoluto de los pusilánimes, y desde luego hay que serlo para meterte en la piel de una mujer maltratada que justifica las hostias de su amante estambulí. Cagadas tiene, lo siento, como cualquier hijo de vecino. Yo me leí ‘La regla de tres’ con quince o dieciséis años y esperando chicharrones, y lo que obtuve fueron bocaditos de nata servidos en bandeja de plata sobre impersonales camas de hotel que jamás se llegaban a deshacer.
Mi reconciliación con Gala vino de la mano de ‘Los invitados al jardín’, y si no lo han leído, abróchense los cinturones, porque entramos en zona de turbulencias. La mayoría de los relatos que se recogen en ese libro están escritos en primerísima primera persona, y a los que están escritos en tercera se les puede deducir la primera sin derrochar demasiada imaginación: Gala narrándonos una hilarante visita a casa de un matrimonio de bears amigos suyos. Gala diseccionando la relación entre su amigo travesti, marbellista y cincuentón, y una lesbiana punki transgénero de veintipocos con quien feliz se amartelaba. Gala confesándose enamorado hasta la médula de un eremita canario a quien solía visitar de vez en cuando, y, atención: Antonio Gala hablando del Liquid.  
En serio, ¿pueden ustedes imaginarse a don Antonio acodado en la barra del Liquid? A mí ahí la cabeza ya me hizo cotocrock.
«Don Antonio es todo un señor, y nos entiende muy bien a las mujeres…» No, señora mía, me temo que no. Don Antonio es un zorro de mucho cuidado que nos la ha metido doblada a todos: A usted y a otras muchas que le tenían por ser un hombre de bien además de a mí y a otros muchos que le teníamos por un fraile cartujano.
Los invitados al jardín eran recibidos todos los años en casa de don Antonio para celebrar la noche de san Juan. Para ellos cortaba él naranjillas y limones aún sin desarrollar, yerbas aromáticas y granadas, brotes de mirto y alguna rama de pimentero. Después disponía todo aquel mejunje vegetal dentro de un lebrillo ancho que se llenaba con agua fresca hasta el borde; y el agua de ese lebrillo sería, al transcurrir de las horas, la colonia perfecta y casera que habría de aromatizar la noche más corta del año. O mejor digamos la más mágica, antes de que a algún purista le dé por levantar el dedo. No puedo evitar preguntarme si aún seguirá celebrando san Juan, si aún recolectará ramitas con que obsequiar a sus invitados, y la respuesta sigue siendo la misma, que a mí qué coño me importa. Touché.
Le preguntaba Quintero en una de las últimas entrevistas si había sido plenamente feliz alguna vez. Y Gala le respondía, cómo no, desde ese personaje tan suyo, en gran medida veraz y en buena parte inventado:
«¡De ninguna manera! ¡No me lo hubiera permitido! Me parece una ordinariez ser plenamente feliz y no estar gordo».


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