EL CAPOTE MÁS ATROZ
“Me
gustaría ver al embalsamador tapando ese agujero”.
Esas
fueron las palabras que pronunció Richard Hickock tras disparar por segunda vez
sobre el rostro de Kenyon Clutter, de tan solo 15 años, la noche del 15 de
noviembre de 1959. Y lo sabemos porque fue el mismo Hickock quien las dejó
anotadas para la posteridad algunos años después, en un extenso relato de más
de doscientas páginas en el que confesaba como él y su compañero Perry Edward
acabaron aquella noche de noviembre con la vida de los cuatro miembros de la
familia Clutter. Un manuscrito carente de cualquier atisbo de arrepentimiento y
minucioso al detalle, un documento que ha dormido en un cajón durante más de
cincuenta años y que puede que siga durmiendo en ese mismo cajón otros
cincuenta años más.
Por
aquellos días en que Hickock terminaba esa extensa y sabrosísima confesión,
otro escritor diferente, apenas un poco más famoso aunque de bastante más
talento, recorría a grandes zancadas las estancias de una masía arrendada en
Palamós, Gerona, presa de un humor diabólico y rayano en el paroxismo. Ese era
el tercer verano que Truman Capote hacía temporada en la Costa Brava —unas
temporadas que llegaban a alargarse hasta cuatro y cinco meses— y el primero
que lo hacía en una villa alquilada. No obstante jamás llegó a cortar el cordón
umbilical que lo unía al hotel Trias, y hasta allí bajaba a diario desde la
masía para desayunar, paseándose todo el pueblo aún en pijama de seda y
babuchas, aunque siempre cubierto con su mítico fedora.
En
el hotel Trías hacía Capote las tres comidas, departía con quien hubiese que
departir, recogía la correspondencia y leía la prensa internacional. En el
hotel Trías se enteró de la muerte de su amiga. Y cuentan que desolado por la
noticia, compró una botella de ginebra en algún colmado y se la apretó enterita;
y ya beodo como una docena de bizcotelas se dedicó a recorrer las calles del
pueblo, también en pijama y con sombrero, gritando la misma frase a todo aquél
con quien se iba encontrando por el camino: «¡Mi amiga ha muerto! ¡Mi amiga ha
muerto!». En efecto, un cuadro. Todo lo glamuroso que quieran, pero un cuadro.
Pero
no adelantemos acontecimientos, pongamos que aún nadie ha matado a nadie y que
Marilyn sigue viva. Vayamos un mes atrás: Truman Capote ha llegado a Palamós
ayer tarde acompañado de su amante y secretario Jack Dunphy y varios baúles,
veinticinco maletas, un bulldog más feo que tomar Fanta por el culo, un caniche
ciego y una gata; me parece que siamesa, la gata. Y hoy Truman se ha levantado
de un humor de perros. Ni el buen clima gerundense ni el desayuno en el Trías
han conseguido calmarlo, Capote está que echa chispas. ¿La razón? Pues que
Truman no termina su novela. Y no es por negligencia de las musas, que con
Capote siempre han echado horas extras, el motivo es bastante más prosaico: El
problema es que sus dos protagonistas aún siguen vivos, la ejecución se retrasa
y además está ese inoportuno manuscrito de Hickock, una amenaza que pende como
una espada de Damocles sobre el proyecto y que Capote aún no ha conseguido
neutralizar.
«¡No
lo vende! ¿Lo puedes creer? ¡Me dice que no me lo vende!»
Pues
evidente que no. Un hombre en el corredor de la muerte no necesita dinero. Un
condenado capital lo que desea es venganza, y Hickock estaba más que decidido a
cobrarse la suya contra Capote.
En
el momento en que se produjo el cuádruple asesinato que por entonces conmocionó
a América, Capote ya era un autor
laureado. Sus cuentos en Mademoiselle se habían celebrado con alborozo y The
New Yorker solía contar con él para las crónicas de sociedad. Ya con ‘Otras
voces, otros ámbitos’ se había posicionado como una de las voces más personales
del gótico sureño, y la publicación de ‘Desayuno en Tiffany’s’, —exactamente el
año anterior al crimen de Holcomb— había sido un éxito rotundo tanto de crítica
como de ventas. Pero Capote quería más, ¡Capote sería aún más! y la idea de
fusionar narrativa y periodismo ya llevaba algún tiempo rondándole en la cabeza;
así que cuando los titulares explotaron con toda la sordidez y futilidad de
aquella masacre feroz, Capote supo que ahí tenía su historia.
No
le costó demasiado conseguir los permisos pertinentes. De hecho tuvo patente de
corso durante toda la investigación, y algún tiempo después Mr. Truman ya se
paseaba por el corredor de la muerte como Pedro por su casa.
La
primera vez que se entrevistó con los asesinos lo acompañó Harper Lee, y jamás
he conseguido sustraerme a la fascinación que me produce imaginar aquella
primera entrevista, ¿se hacen idea? Ese alfeñique con voz de timple que era
Capote acompañado de la señora Lee —que era como la novia de Popeye pero con
pintas de lesbiana—, yendo los dos a entrevistarse con los psicópatas más
peligrosos de todos los Estados Unidos de América, ¿qué podía salir mal?
Bueno,
pues contra todo pronóstico, aquella primera entrevista salió a pedir de boca.
Capote y la Lee conservaron el pescuezo. Hickock y Perry habían mordido el
anzuelo, o al menos lo habían mordido por el momento.
¿Abogados?
Buscaremos a los mejores. Truman no escatimó en la defensa porque para Capote
gastar en letrados era una inversión redonda: Por un lado se garantizaba la
colaboración de los dos prendas, por otro se aseguraba de que el proceso fuera
lo suficientemente largo como para desarrollar una investigación sólida y
ejecutar una impecable redacción de la novela. Pero las intenciones
filantrópicas de Capote no iban más allá de todo aquello que no le beneficiase
directa y estrictamente a él. De sobra sabía Truman que la novela no tendría
ningún sentido si no llegaba a consumarse esa doble condena capital, y el
testimonio posterior de cualquiera de los dos protagonistas bien podría en un
futuro contradecir su propia versión, lo cual pondría en tela de juicio todo el
trabajo de varios años.
Y
eso fue algo que Hickock —bastante más listo e infinitamente menos emocional
que Perry— no tardó en imaginar. Hickock comenzó a desconfiar de Capote
bastante pronto. En cuanto tuvo
terminado su relato se lo entregó a un periodista de Kansas, un tal Mack
Nations, un pájaro polífago y carroñero con mucha vista para descubrir la
iridiscencia del vil metal aunque absolutamente inepto para hacer negocios,
porque los dos movimientos que emprendió para colocar el manuscrito de Hickock
fueron dos estrepitosos patinazos, uno seguido del otro. En primer lugar el
tipo lo remitió a la fiscalía, poniendo así a Capote en la pista del mismo. El
segundo fue intentar colocárselo, tras una breve corrección, a la editorial
Random House, la misma editorial que ya ostentaba los derechos de ‘A sangre
fría’.
Siempre
me he preguntado por qué Random House no compró aquella confesión en su
momento. La compra de competencia es una práctica más o menos común en el
mercado editorial, y esa hubiera sido la manera más inteligente de atajar
aquella amenaza de raíz. Puede que Nations pidiera demasiado, el caso es que
Random la rechazó. Y fue el propio Capote quien poco después se entrevistó con
Hickock y telefoneó personalmente a Nations para comprársela. Una torpeza
garrafal por parte del escritor que tampoco alcanzo a explicarme. Evidentemente,
Mack Nations rechazó la oferta.
Pero
el azar en este caso se puso de parte de Truman. Algunos meses después de
rechazar la oferta del escritor, Mack Nations fue detenido por evasión de
impuestos y soborno —murió dos años después de ser publicada la novela de
Capote en un accidente de tráfico—, y la extensa confesión de Hickock inició a
partir de ahí ese largo sueño que ha durado nada menos que cincuenta años.
Durante los tres años subsiguientes
Capote se estuvo debatiendo en una irresoluble diatriba moral que terminó por
destruirle como narrador, pero sobre todo como persona. Por un lado estaba su
impaciencia por que llegase el día de la ejecución para poder poner un punto final
a la novela. De hecho Truman despidió a los abogados de la defensa en cuanto
hubo recopilado todos los testimonios que necesitaba para la trama —lo que
ahora necesitaba no era una dilación en el proceso, sino que la cosa terminase
lo más rápido posible—, y desde su lujoso retiro estival en Palamós leía las
desesperadas cartas de los dos acusados, interrogándole sobre lo sucedido para
tan radical cambio de actitud por su parte. Por otro lado, y siempre según testimonios de
mano tercera, la relación que llegó a fraguarse entre el escritor y Perry Edward
pudo ir bastante más allá de una, por lo demás, muy poco recomendable amistad.
Jamás sabremos hasta que punto pueda ser cierta la rumorología al respecto (hay
quien afirma que Capote mantuvo relaciones sexuales con Perry en la celda),
pero lo que sí sabemos es que Truman sostuvo un conflicto moral que se extendió
bastante más allá de la fecha de publicación del libro. El propio escritor dejó
constancia de cómo aquella interminable espera le estaba consumiendo, en una
carta fechada el 4 de noviembre de 1961:
“Estoy hundido en la desesperación. Hay novedades muy
lamentables. Ya hace año y medio que condenaron a los chicos, y ahora, de
repente, a causa de alguna putada legal, parece que va a haber un nuevo juicio;
lo que significa que pueden pasar otros dos años antes de que el maldito asunto
quede sentenciado y yo pueda acabar el libro. Es deprimente, me repatea. A ver
qué pasa”.
El 14 de abril de 1965 Richard Hickock y
Perry Edward fueron finalmente ahorcados en la penitenciaría estatal de Kansas
con treinta y ocho minutos de diferencia.
‘A sangre fría’ se publicó el año
siguiente, llegando a ser un rotundo éxito de ventas internacional pero ferozmente
cuestionado por la crítica desde un primer momento. A fin de cuentas Capote
había anunciado a bombo y platillo que trabajaba en una obra de no-ficción, y
las inexactitudes con respecto a los hechos comenzaron a rechinar desde el
principio. Más allá de la supuesta construcción de un extenso reportaje
periodístico novelado, lo que Capote se había propuesto era una jugosa obra
comercial. Es por ello que decidió omitir determinados detalles que invalidaban
el resultado final como una obra de amplio espectro. Tal era la supuesta
relación sentimental entre los dos asesinos, relación que sí se recogía en la
investigación del fiscal pero que debido a la moral del momento hubiese restado
lectores a la obra. Además la novela retrata a un Dewey idealizado y heroico,
cuando en realidad el agente se pasó la mayor parte de la investigación dando
palos de ciego. Pero Capote le debía a Dewey demasiados favores como para no
construir su personaje sobre la base del investigador absolutamente sagaz y de
competencia irreprochable.
Finalmente, el manuscrito de Hickock
recientemente encontrado contradice el móvil propuesto en la novela, apuntando
a un crimen por encargo; algo que los investigadores estuvieron barajando en un
principio pero que sin duda alguna hubiera restado dramatismo a la novela.
No obstante, a pesar de todas las
licencias que Capote se permitiera y más allá de que ‘A sangre fría’ constituya
o no esa fusión de periodismo y literatura que su autor se había propuesto, la
novela es magistral en cuanto a que predispone al lector a querer comprender la
motivación de los asesinos —cuando no a ponerse decididamente de su parte— por
más que no exista razón justificativa posible para tan atroz y desmotivada
acción. El retrato de una idílica familia de irreprochable reputación que
encarna a la perfección el ideal moral sureño se contrapone al retrato de dos
parias arrinconados, dos rateros sin muchas luces que acaso el propio sistema
ha creado. Dudo mucho que la novela de Capote pueda considerarse un trabajo
periodístico, pero sin lugar a dudas la obra escarba en las cloacas del alma
humana hasta el punto de conseguir que el lector llegue a sentir cierta empatía
con los asesinos. Y ya solamente por eso creo a Capote bastante más merecedor
del Pulitzer que su amiga Harper Lee.
La única copia existente de la confesión
manuscrita de Hickock está actualmente en manos de Kurt Hoffman, hijo del
abogado de la oficina del fiscal que dio entrada al documento. No ha encontrado
comprador y probablemente nunca llegue a ser publicado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario