lunes, 4 de marzo de 2019

ALEJANDRO


ALEJANDRO
 
Cuentan que mató a su primer hombre con tan solo doce años.
El joven príncipe regresaba a Pella tras unas jornadas de caza, acompañado de un séquito modesto, cuando unos bandoleros los asaltaron en el camino. A la escolta le costó sofocar la ofensiva. Aquellos bandidos los superaban en número, pero aún más los superaban en atrasado apetito. El niño observaba la reyerta desde muy cerca —a él nadie le había tomado en cuenta— y aparentemente asustado. Pero su cara de pasmo no respondía al temor, sino a la alerta; tan solo estaba buscando una brecha… Y en cuanto al fin la encontró se le tiró al cuello.
Continuaron el viaje habiendo tenido que lamentar una baja. El niño no paraba de abofetearse la cara a sí mismo.
Cuando pasada la medianoche Filipo regresó a palacio encontró a Alejandro en el patio, desnudo y arrodillado sobre la grava, con ambos brazos extendidos en cruz. Ni siquiera le habló. Furibundo, preguntó al primer sirviente con el que se topó por la última bribonada del príncipe.
«Nadie lo ha castigado, señor. El príncipe ha matado hoy a un hombre. Y se siente avergonzado, ya que apuñaló al ladrón por la espalda, sin darle ninguna opción de defensa». Al rey le costó dar crédito a lo que oía.
«Sal y dile al príncipe que se le levanta el castigo».
El criado no tardó en regresar con la respuesta de Alejandro: «Señor, dice el príncipe que no tenéis competencia para levantarlo, ya que el castigo no lo habéis impuesto vos. Pide que se le respete en su decisión de seguir ahí castigado por tres días».
Y tres días con sus tres noches estuvo el niño ahí postrado.
No fue suficiente, sin embargo; Alejandro jamás se lo perdonó. Toda su posterior carrera militar fue una continua oda al ‘buen combate’, una obsesiva penitencia por redimir ante los dioses su imaginada cobardía de aquel día.
Bucear la personalidad de Alejandro es cuando menos bastante frustrante. Alejandro no tiene buenos biógrafos. Quien lo amó lo hizo sin medida, y quien lo odiaba también fabuló, pero en su contra.
La psicología de Alejandro es un colosal galimatías de exageraciones e inexactitudes, un complicado mosaico de hechos verídicos imbricados con otros que, para bien o para mal, fueron sibilinamente inventados. Algunas cosas seguras sabemos no obstante:
Aunque la fecha exacta es incierta, la tradición historiográfica iniciada por Plutarco asegura que el rey del imperio heleno nació entre los últimos diez días del mes de julio. El sol transitaba por tanto la constelación del león en el momento de su alumbramiento. Júpiter —Zeus en griego—, dios absoluto de la expansión, apadrinaba el nacimiento de Alejandro a cambio de que este conquistase para él todo el mundo hasta la fecha conocido: Quid pro quo.
También sabemos a ciencia cierta que presenció la muerte de su padre, Filipo II de Macedonia, a escasos metros de donde él estaba sentado y a manos del magnicida Pausanias, quien siempre se ha tenido por un amante del propio rey. La versión que Aristóteles nos cuenta es que Pausanias mató a Filipo en un arranque de celos, al haber sido sustituido por un nuevo favorito varón, curiosamente de nombre también Pausanias.
Sin embargo no hay que olvidar que Aristóteles fue el tutor de Alejandro, una fuente por tanto proclive a exonerarlo de cualquier desliz o pecado, un biógrafo abiertamente parcial.
Tradicionalmente los reyes macedonios se habían permitido una suerte de poligamia casamentera trufada de numerosos amantes de ambos sexos. Filipo II no fue una excepción. Alejandro, como único hijo varón, era por tanto el único heredero posible al trono. Pero la madre de Alejandro no era macedonia, sino epírota; y un año después de imponer su hegemonía sobre toda Grecia tras la batalla de Queronea, el rey Filipo decidió activar de nuevo su política matrimonial, casándose esta vez con una noble de irreprochable ascendencia macedonia.
No es entonces inconsistente el suponer que ni a Alejandro ni a su madre, la reina Olimpia, les hiciera demasiado felices este nuevo matrimonio de Filipo: la posibilidad de un vástago de ascendencia puramente macedonia podría poner en jaque el futuro acceso de Alejandro al trono de la Grecia recientemente unificada.
Que Alejandro estaba enfadado lo sabemos por sus palabras textuales durante los festejos nupciales de su padre con la nueva esposa. Fue una noche de invectivas y miradas asesinas, el ambiente era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Todo empezó con los brindis, cuando el nuevo suegro de Filipo osó brindar en su discurso por «un futuro legítimo heredero al trono de Macedonia».
Tras escuchar esas palabras Alejandro le arrojó su copa al rostro y le espetó furibundo: «¡¿Y yo que soy?! ¡¿Un bastardo?!».
Y entonces el rey Filipo, que era un gran bebedor y un bebedor además bastante malo, se levantó a poner orden entre los dos contendientes pero tropezó cayendo al suelo.
Y no siempre se calla para guardar un secreto, a veces también se calla para mantener la paz. Pero Alejandro por entonces tenía tan solo diecinueve años, le sobraban belleza y juventud a raudales pero le faltaban aún por conquistar la prudencia y el comedimiento; así que viendo a su padre completamente beodo y ya en el suelo, decidió extender los brazos y no calló:
«¡Miradlo! ¡Miradlo! ¡Quiere cruzar Asia entera, pero ni siquiera es capaz de pasar de un lecho al siguiente sin caerse!».
No llegó la sangre al río. Antes de que la cosa fuera a más, convencieron al joven príncipe y lo sacaron de allí. Y dicen que Filipo llegó a perdonarle días después el exabrupto, pero la relación con su hijo jamás volvió a ser la misma; no hubo tiempo. Al año siguiente de aquella trifulca se celebraron las nupcias de la hermana de Alejandro, la princesa Cleopatra —no la del áspid mortal, sino una antepasada aún más guapa— y tras el banquete de boda se había programado una comedia, una comedia que al parecer les salió bastante trágica. Alejandro ya estaba sentado en el momento en que Filipo accedía al teatro, sin escolta; y sin perder un segundo Pausanias se abalanzó sobre el rey, dándole muerte con una daga.
No es infundioso presuponer a Alejandro detrás de la muerte del rey. A fin de cuentas, tenía motivos de bastante más peso que los de Pausanias para asesinarlo. Y con el brazo ejecutor, Pausanias, guardaespaldas y amante del rey, y finalmente su asesino, Alejandro bien pudo haber negociado un salvoconducto eficaz de manera previa al magnicidio. Finalmente no fue así, a Pausanias lo ajusticiaron mientras huía.
Pero si no resulta aventurado pensar que Alejandro hubiese podido tener bastante que ver en el asesinato de su padre, menos aún lo es pensar que quien de verdad debía estar tras bastidores, urdiendo los mimbres del plan, debía de ser su madre, la reina Olimpia. Una mujer supersticiosa aunque increíblemente astuta, la mejor a la hora de desenvolverse bajo las turbulentas aguas de una corte tan promiscua: una reina que acostumbraba a dormir con serpientes. Y no es una licencia metafórica, esto fue algo literal. Una costumbre, por cierto —la de dormir con serpientes—, que la reina intentó inculcar a su hijo desde bien pequeño, haciéndole así emular a un jovencísimo Hércules, algo que al rey Filipo le sacaba bastante de quicio.
Olimpia fue una madre acaparadora e insidiosa, pero en gran medida, el éxito posterior de Alejandro, se lo debemos a ella.
De Filipo heredó Alejandro una Grecia unificada y un ejército al fin profesionalizado. (Anteriormente al rey tuerto, los ejércitos griegos habían estado formados por humildes aldeanos que se aprestaban a empuñar las armas al mes siguiente de haber dejado el arado). Pero de Olimpia heredó la ambición y la estrategia, amén de una megalomanía sin límites que la reina se empeñó en inculcarle desde pequeño, asegurándole ser descendiente del mismísimo Zeus, regente y señor, como ya hemos dicho, del sol natal absoluto en la carta de Alejandro.
Otra cuestión que podemos tomar por bastante cierta es la homosexualidad exclusiva del conquistador, algo que también sabemos gracias a Olimpia, quien no paró de hostigar a Alejandro para que este contrajese matrimonio, al parecer con bastante poca respuesta por parte del hijo al espinoso particular del bodorrio.
En la antigua Grecia, la homosexualidad, no es que estuviera bien vista. Un hombre debía ser siempre un hombre, y como hombre, follarse cualquier elemento vivo en la naturaleza estaba bien para él y era acertado. Lo que desde luego no estaba bien visto era que un hombre, sobre todo ya pasada cierta edad, se dedicase en exclusiva a los devaneos con sus iguales e ignorase abiertamente a las mujeres; y mucho menos un rey, de quien se espera descendencia.
Pero al parecer Alejandro estaba más que atendido por su ejército, fue muy feliz en campaña y jamás se mostró demasiado interesado en buscar suavidades fuera de las carpas del campamento. Sus hombres lo amaban, por cierto. Ese fue uno de los grandes ingredientes de su éxito. Alejandro nunca se hizo temer. Lejos de eso, él supo hacerse respetar con el ejemplo. Su actitud suicida en combate enloquecía a las falanges. Mientras viajaban tenía la costumbre de entrenarse, saltando arriba y abajo de un carro en marcha mientras que sus hombres simplemente caminaban cantando o compartiendo chistes y chanzas. Jamás celebraba una victoria sin antes haber enterrado a los muertos y de haber acudido, después, al hospital de campaña para interesarse por el estado de cada soldado herido en la batalla. Y ya en las celebraciones, se dice que bebía como el que más, pero que ninguno de sus hombres llegó a verlo nunca en las lamentables condiciones en que sí se había podido ver habitualmente a su padre. Los cronistas más dadivosos cuentan que conocía a todo su ejército por cada nombre de pila —¿alguien se lo cree?—, yo lo veo bastante difícil. Pero dejando de lado esta y otras muchas alharacas fruto de la mitomanía más exacerbada,  lo que sí parece seguro es que sus hombres lo amaban sin medida, y él les amaba a ellos, mucho; pero a ninguno como a Hefestión.
Y con respecto a Hefestión, por cierto, hay otra cosa que también podemos dar por ser bastante cierta, ya que esto nos lo cuenta Tolomeo, uno de los cinco dedos de la mano derecha del héroe y a quien Alejandro legó tras su muerte todo el Egipto conquistado. Al parecer Alejandro, aterrado ante la posibilidad de que algún otro general le achacase el mínimo favoritismo o preferencia en beneficio del amado, arrinconó de manera tácita a Hefestión durante años, manteniéndolo en posiciones humildes y privándole de las promociones y ascensos que en atención a los méritos sí que concedía a otros muchos altos mandos. Fueron los propios generales quienes, escandalizados ya ante ese sistemático e injusto agravio comparativo, exigieron a Alejandro lo que a Hefestión debía pertenecer ya en justicia. Y solo entonces el rey, y no antes, accedió a promocionarlo.      
Con Hefestión compartió Alejandro las lecciones de Aristóteles. De mano de Hefestión mordió de niño muchas veces la amarga arena del gimnasio —por lo visto era lo habitual, Hefestión era bastante más fuerte y algo más alto que él— y con Hefestión compartió el lecho de forma prácticamente exclusiva hasta que tras vencer a Darío conoció Alejandro al muchacho persa. Pero la del muchacho persa es otra historia, y una que nos cuenta de forma exquisita Mary Renault en el libro que cierra su trilogía sobre el héroe (curiosamente el primero que escribió). En ese libro relata Renault la historia del apasionado ‘affaire’ de Alejandro con el eunuco de Darío, amén de su extrañísima boda con una princesa tribal, prácticamente una indígena, la indómita princesa Roxana.
Pero si lo que os interesa es más bien la táctica militar y las campañas más allá del Gránico, José Ángel Mañas lo cuenta de maravilla en su anterior inmersión histórica: El secreto del oráculo.
Yo os recomiendo estos dos, pero libros sobre Alejandro existen varios millones. Y otros tantos millones más se escribirán sobre él, seguro, antes del día en que el sol alcance el último ocaso.
 
 



miércoles, 27 de febrero de 2019

Gasolineras, cintas de chistes, chistes de mariquitas, restaurar.

 

 
GASOLINERAS, CINTAS DE CHISTES, CHISTES DE MARIQUITAS, RESTAURAR.
 
(publicado en Atroz con leche, febrero 2019)
 

Por veinticinco pesetas, ¿podrían decirme qué tienen en común un colibrí albino, un alquiler de menos de cuatrocientos pavos en Ibiza, y un brote de baobab en mitad de la Antártida? ¡Exacto! Veo que anoche han dormido bien y hoy han venido con muchas ganas al programa. Eso es. Esas tres cosas comparten la catalogación de rarezas, cositas excepcionales que bien podrían formar parte de cualquier gabinete de curiosidades. Los ingleses las llaman oddities, los franceses bizarreries, y aquí en España a veces decimos ‘perro verde’, otras veces ‘chorizo de tres puntas’ y otras veces ‘político honrado’. Y eso es precisamente lo que les traigo hoy: una excepcional singularidad, una deliciosa extravagancia, una auténtica rareza. Observen bien esa foto y díganme lo qué ven.
¿Un maricón? ¡No, hombre, no! O sea, sí; pero vamos, que no es por eso. ¿Cómo va a constituir un maricón una rareza? ¡Si crecemos como las setas! Va, concéntrense detenidamente, por veinticinco pesetas… ¿Una carátula de casete? Buen intento, pero no. Casetes aún se encuentran en el Rastro. Incluso les diría que si se atreviesen a levantar esa alfombra que nunca levantan, lo mismo hasta se llevaban una sorpresa.
Para dar con ello deben observar atentamente quién está ofreciendo qué. De acuerdo, se lo diré: Tienen delante de ustedes a un maricón que contaba chistes de maricones, o lo que es lo mismo, y lo diré bien alto y en mayúsculas:
ALGUIEN CAPAZ DE REÍRSE DE SÍ MISMO.
Qué, ¿cómo se quedan? Pues igual me he quedado yo. Aún me estoy pellizcando.
¿Será posible? ¿Pero eso existe? Pues por supuesto que no, mi querido millennial que tantas cosas ignoras; por eso, precisamente, constituye una rareza. Por supuesto que hoy en día no existe nadie en este noble reino capaz de reírse de sí mismo, pero en la España en la que crecimos yo y otros cuantos pollas-viejas, sí existía gente así. Por supuesto que no me refiero a Bertín, ¿se imaginan a Bertín sacando una cinta de chistes de fachas? Eso sí que sería una rareza del copón bendito. Para nada; Bertín solo le dedica canciones a tu señora madre y hasta mañana. Pero dejando de lado a Bertín Osborne te diré, mi querido millennial de delicioso tufillo hormonal, que en la antigüedad pleistocénica en la que creció tu daddy, España se caracterizaba por ser un país cálido y exterior, amante de la vida despreocupada y sencilla; un país lleno de humor.
—¿De verdad? Ay, daddy, cuéntame otra vez ese cuento tan bonito de gendarmes y fascistas y estudiantes con flequillo…¡please!
—De acuerdo, querido millennial como te llames. Quítate los calzoncillos y ven a sentarte a mi lado.
Pues verás: Érase una vez un reino muy lejano en el que la mayoría de sus súbditos hacía las vacaciones en Santa Pola y viajaban en renoles cuatro eles. También había algunos que viajaban en panda, pero vamos, que la mayoría lo hacía en renoles cuatro eles. En aquél antiguo reino todo el mundo amaba al ritmo de la fuerza del destino, no existía el sobreenvasado, los tomates sabían a tomate y nadie se afeitaba el matojo.
—¡¿Cómo?! ¡¿Qué nadie se afeitaba el matojo?! ¡¿En serio?!
—Como lo oyes, nadie. Todos ahí, con todo ahí… como animalitos. Y tampoco existían las lentejas en tarro de cristal. La peña iba por la vida tan feliz con su matojo, y las lentejas se ponían en remojo.
—¿En remojo?
—Sí, sí, en remojo, la noche anterior. En aquél reino tan feliz y despreocupado los pucheros se guisaban lentitos, el Fa venía en roll-on, aún existían los programas de entrevistas, los problemillas que uno tuviese con Hacienda se solucionaban a base de crowdfunding, el machismo no se combatía a gritos por las redes, sino a golpe de zapatilla casera o a escobazos (las feministas más agresivas a veces le partían a su marido la cabeza con el hueso del jamón, aunque eso tampoco era lo habitual) y la gente contaba chistes.
—¡¿Chistes?!
»¡Sí, sí! Chistes. ¡Los había a cientos! Qué digo a cientos, ¡los había a millares! Chistes machistas, chistes feministas, chistes de maricones, de negros, de curas, de putas, de monjas, de vascos, de catalanes, de leperos, chistes de guardiaciviles y de etarras, chistes de Irene Villa y de Carrero Blanco…; por haber, había hasta chistes de Jaimito.
—¿Chistes de Jaimito?
—Pues sí, chistes de Jaimito y de una señora que se llamaba Mistetas, flipa; y eso que Jaimito era un menor, pero es que en aquel reino tan lejano la edad de consentimiento sexual estaba fijada en los trece años. ¡Alucina! Pero es que eso no es lo más fuerte. Lo más fuerte es que en ese lejano reino, la gente, a veces, no tenía opinión.
—¡¿De verdaaad?!
—Como lo oyes. O sea, por ejemplo, tú ponte que estabas esperando en la cola del médico y te encontrabas con el hijo de la sacristana y le preguntabas: “Oye, Rogelio, ¿y tú qué piensas de la entrada de España en la OTAN?” y el tío te contestaba: “Pues no lo sé, tronco, como que me da bastante igual; por mí como si se la cuecen con Avecrem todos estos”.
—¡¿EN SERIO?!
—Como te lo estoy contando. Y el colega se quedaba tan tranquilo. Pero que ni se avergonzaba ni nada ¿eh? En aquél reino la gente, en ocasiones, no tenía una opinión formada de algo y… ¡dormían tan tranquilos! ¿Lo puedes creer?
—¡Wooow! Alucinante. ¿Y entonces que pasó, daddy?
—¿Que qué pasó? Pues pasó que llegó a aquél reino un presidente muy guaaapo, muy guapo, muy guapo. Y ese presidente tan guapo cogió un palo muy laaargo, muy largo, muy largo. Y ese palo tan largo lo metió el presidente dentro de un pozo de mierda muy profuuundo, muy profundo, muy profundo. Y el presidente removió, y removió, y removió…
—Y la casita de paja voló.
—Bueno, más bien explotó. A partir de entonces se alzaron en armas dos ejércitos de orcos rabiosos que hacían muchísimo ruido. Por un lado estaban los reaccionarios de la derecha de siempre, que habían permanecido dormidos durante muchísimo tiempo gracias a un potente hechizo que les había lanzado un brujo abulense que se llamaba Adolfo Suárez, hasta que al presidente ese tan guapo se le ocurrió meter el palo en el pozo y remover toda la mierda, y entonces los orcos se despertaron. Y por otro lado se formó un nuevo ejército de orcos rabiosos para combatir a los orcos más antiguos que acababan despertar, y así volver a luchar, todos contra todos, para hacerse de nuevo con el anillo. Y a este nuevo ejército que se acababa de alzar en armas lo llamaron “reaccionariado de izquierda”.
—Wooow… ¿Y entonces?
—Pues nada, que a partir de ahí la gente empezó a tener una opinión formadísima e inamovible por todo; se dejaron de hacer programas de entrevistas y una señora muy puñetera con el pelo teñido de blanco copó todas las cadenas televisivas con programas sobre neurociencia y psiquiatría. Luego el rey se mosqueó mogollón porque un pintamonas dibujó a la reina con las tetas caídas, así como súper mal dibujada, la reina; y todo cristo se puso a hablar a gritos. La fiscalía comenzó a actuar de oficio contra todo aquel que se pasase de graciosillo. Almodóvar se hizo intelectual y empezó a cotizar a la baja. Mataron a la Veneno, resucitó la Veneno para cagarse en tos sus muertos y volvió a fallecer la Veneno. Colgaron a varios titiriteros del campanario para dar ejemplo al pueblo. Resucitó después Santiago el Mayor y resucitó también su caballo, y otra vez se liaron a espadazos contra los moros. La cosa catalana asoló los campos y los mares como las siete plagas de Egipto, y la peña andaba toda empachada de butifarra y de pambolí, porque se dejó de producir cualquier otro tipo de alimento. Todas las canciones empezaban y terminaban con la misma y única palabra, que generalmente era ‘cucu’ o ‘mami’, la palabra. Mataron a Georgie Dann y lo hicieron santo los que vinieron después. Resucitó Georgie Dann para llevarse la barbacoa (que se le había olvidado; ale, ya no se podían hacer barbacoas) y aunque pasó de espicharla otra vez, ya nunca regresó a España. Ah, también murió el Rock&Roll por vigésimo sexta vez, aunque esta vez ya de manera definitiva. El Rock jamás resucitó y se acabaron las letras guapas, las de las canciones y las de los libros, porque la crítica literaria empezó a poner por las nubes a Juan Manuel de Prada y Juan Manuel de Prada se infló, se infló, se infló… hasta que Juan Manuel de Prada llegó a ocupar una extensión equivalente a las dos Castillas y parte de Extremadura y Portugal, y los escritores empezaron a imitarle escribiendo cosas mazo serias y ya nadie escribía libros divertidos; y hasta los niños (que hasta el momento se habían salvado) empezaron a creer que una esponja epiléptica y mamandurria hacía así como que gracia, y el aburrimiento del personal llegó hasta tal punto que la Torroja sacó otro insulso y muy prescindible disco de gorgoritos, pero que en lugar de decir ‘cucu’ o ‘mami’ como la mayoría de las canciones, el suyo decía ‘túytúytúytúytú’ y que si yo tuve una regla malísima en su momento, y los de Atroz con leche hasta se lo aplaudieron y todo. ¡¡FLI-PA!! ¡Ah! Y por supuesto se dejaron de contar chistes. Ya nadie contó chistes nunca más.
—Vayaaa, qué pena… Ay, daddy, ¿y no te acuerdas de algún chiste de aquella época?
—Sí, me sé uno; pero que no se te ocurra contárselo a nadie, porque es un chiste homófobo, serófobo, machista, antiabortista, antisorodidadista y diabólicamente neoliberal, y además hace apología del sexo sin protección. Dice así: ¿Tú sabes por qué a los maricones nos la suda bastante la ley del aborto aunque todos nos finjamos muy comprometidos?
—¿Por qué, daddy?
—Joder que eres tonto, niñato; pues porque la leche con la mierda no cuaja, de toda la vida de Dios, que te has quedado medio gilipichis de mirar la esponja esa.
—Ay, daddy, qué bueno. Leche por mierda, como atroz por arroz, ¿no? O sea, como un juego de palabras y todo eso, ¿no? Ojalá pudieras contarme otro, y otro, y otro…, pero me parece que alguien nos está tirando la puerta abajo.
—No te preocupes, perrito. Solo es la policía de lo correcto que viene a cobrarse el impuesto revolucionario. Tú acuérdate de lo que hemos hablado para que no sospechen nada. Si te preguntan qué es lo más grande que se ha parido en España en los últimos cien años, ¿tú qué vas a contestar?
—¡ROSALÍA!
—¡Ole! ¡Ese es mi niño! Déjame que despida a los señores policías y después un colacao y a la cama, ¿de acuerdo?
—¡ROSALÍA!
—Ay, Señor, llévame pronto…
(Imagen cortesía de Paqui Dherma, que como todo el mundo sabe, es el seudónimo tras el cual Almodóvar publica subrepticiamente en Facebook sus cositas. Y a ver qué coño vais a hacer con Villarejo, que se puede cagar la perra y nos quedamos sin país).
 


domingo, 17 de febrero de 2019

EL CAPOTE MÁS ATROZ

 

EL CAPOTE MÁS ATROZ
 

“Me gustaría ver al embalsamador tapando ese agujero”.
Esas fueron las palabras que pronunció Richard Hickock tras disparar por segunda vez sobre el rostro de Kenyon Clutter, de tan solo 15 años, la noche del 15 de noviembre de 1959. Y lo sabemos porque fue el mismo Hickock quien las dejó anotadas para la posteridad algunos años después, en un extenso relato de más de doscientas páginas en el que confesaba como él y su compañero Perry Edward acabaron aquella noche de noviembre con la vida de los cuatro miembros de la familia Clutter. Un manuscrito carente de cualquier atisbo de arrepentimiento y minucioso al detalle, un documento que ha dormido en un cajón durante más de cincuenta años y que puede que siga durmiendo en ese mismo cajón otros cincuenta años más.
Por aquellos días en que Hickock terminaba esa extensa y sabrosísima confesión, otro escritor diferente, apenas un poco más famoso aunque de bastante más talento, recorría a grandes zancadas las estancias de una masía arrendada en Palamós, Gerona, presa de un humor diabólico y rayano en el paroxismo. Ese era el tercer verano que Truman Capote hacía temporada en la Costa Brava —unas temporadas que llegaban a alargarse hasta cuatro y cinco meses— y el primero que lo hacía en una villa alquilada. No obstante jamás llegó a cortar el cordón umbilical que lo unía al hotel Trias, y hasta allí bajaba a diario desde la masía para desayunar, paseándose todo el pueblo aún en pijama de seda y babuchas, aunque siempre cubierto con su mítico fedora.
En el hotel Trías hacía Capote las tres comidas, departía con quien hubiese que departir, recogía la correspondencia y leía la prensa internacional. En el hotel Trías se enteró de la muerte de su amiga. Y cuentan que desolado por la noticia, compró una botella de ginebra en algún colmado y se la apretó enterita; y ya beodo como una docena de bizcotelas se dedicó a recorrer las calles del pueblo, también en pijama y con sombrero, gritando la misma frase a todo aquél con quien se iba encontrando por el camino: «¡Mi amiga ha muerto! ¡Mi amiga ha muerto!». En efecto, un cuadro. Todo lo glamuroso que quieran, pero un cuadro.
Pero no adelantemos acontecimientos, pongamos que aún nadie ha matado a nadie y que Marilyn sigue viva. Vayamos un mes atrás: Truman Capote ha llegado a Palamós ayer tarde acompañado de su amante y secretario Jack Dunphy y varios baúles, veinticinco maletas, un bulldog más feo que tomar Fanta por el culo, un caniche ciego y una gata; me parece que siamesa, la gata. Y hoy Truman se ha levantado de un humor de perros. Ni el buen clima gerundense ni el desayuno en el Trías han conseguido calmarlo, Capote está que echa chispas. ¿La razón? Pues que Truman no termina su novela. Y no es por negligencia de las musas, que con Capote siempre han echado horas extras, el motivo es bastante más prosaico: El problema es que sus dos protagonistas aún siguen vivos, la ejecución se retrasa y además está ese inoportuno manuscrito de Hickock, una amenaza que pende como una espada de Damocles sobre el proyecto y que Capote aún no ha conseguido neutralizar.
«¡No lo vende! ¿Lo puedes creer? ¡Me dice que no me lo vende!»  
Pues evidente que no. Un hombre en el corredor de la muerte no necesita dinero. Un condenado capital lo que desea es venganza, y Hickock estaba más que decidido a cobrarse la suya contra Capote.
En el momento en que se produjo el cuádruple asesinato que por entonces conmocionó a  América, Capote ya era un autor laureado. Sus cuentos en Mademoiselle se habían celebrado con alborozo y The New Yorker solía contar con él para las crónicas de sociedad. Ya con ‘Otras voces, otros ámbitos’ se había posicionado como una de las voces más personales del gótico sureño, y la publicación de ‘Desayuno en Tiffany’s’, —exactamente el año anterior al crimen de Holcomb— había sido un éxito rotundo tanto de crítica como de ventas. Pero Capote quería más, ¡Capote sería aún más! y la idea de fusionar narrativa y periodismo ya llevaba algún tiempo rondándole en la cabeza; así que cuando los titulares explotaron con toda la sordidez y futilidad de aquella masacre feroz, Capote supo que ahí tenía su historia.
No le costó demasiado conseguir los permisos pertinentes. De hecho tuvo patente de corso durante toda la investigación, y algún tiempo después Mr. Truman ya se paseaba por el corredor de la muerte como Pedro por su casa.
La primera vez que se entrevistó con los asesinos lo acompañó Harper Lee, y jamás he conseguido sustraerme a la fascinación que me produce imaginar aquella primera entrevista, ¿se hacen idea? Ese alfeñique con voz de timple que era Capote acompañado de la señora Lee —que era como la novia de Popeye pero con pintas de lesbiana—, yendo los dos a entrevistarse con los psicópatas más peligrosos de todos los Estados Unidos de América, ¿qué podía salir mal?
Bueno, pues contra todo pronóstico, aquella primera entrevista salió a pedir de boca. Capote y la Lee conservaron el pescuezo. Hickock y Perry habían mordido el anzuelo, o al menos lo habían mordido por el momento.
¿Abogados? Buscaremos a los mejores. Truman no escatimó en la defensa porque para Capote gastar en letrados era una inversión redonda: Por un lado se garantizaba la colaboración de los dos prendas, por otro se aseguraba de que el proceso fuera lo suficientemente largo como para desarrollar una investigación sólida y ejecutar una impecable redacción de la novela. Pero las intenciones filantrópicas de Capote no iban más allá de todo aquello que no le beneficiase directa y estrictamente a él. De sobra sabía Truman que la novela no tendría ningún sentido si no llegaba a consumarse esa doble condena capital, y el testimonio posterior de cualquiera de los dos protagonistas bien podría en un futuro contradecir su propia versión, lo cual pondría en tela de juicio todo el trabajo de varios años.
Y eso fue algo que Hickock —bastante más listo e infinitamente menos emocional que Perry— no tardó en imaginar. Hickock comenzó a desconfiar de Capote bastante pronto.  En cuanto tuvo terminado su relato se lo entregó a un periodista de Kansas, un tal Mack Nations, un pájaro polífago y carroñero con mucha vista para descubrir la iridiscencia del vil metal aunque absolutamente inepto para hacer negocios, porque los dos movimientos que emprendió para colocar el manuscrito de Hickock fueron dos estrepitosos patinazos, uno seguido del otro. En primer lugar el tipo lo remitió a la fiscalía, poniendo así a Capote en la pista del mismo. El segundo fue intentar colocárselo, tras una breve corrección, a la editorial Random House, la misma editorial que ya ostentaba los derechos de ‘A sangre fría’.
Siempre me he preguntado por qué Random House no compró aquella confesión en su momento. La compra de competencia es una práctica más o menos común en el mercado editorial, y esa hubiera sido la manera más inteligente de atajar aquella amenaza de raíz. Puede que Nations pidiera demasiado, el caso es que Random la rechazó. Y fue el propio Capote quien poco después se entrevistó con Hickock y telefoneó personalmente a Nations para comprársela. Una torpeza garrafal por parte del escritor que tampoco alcanzo a explicarme. Evidentemente, Mack Nations rechazó la oferta.
Pero el azar en este caso se puso de parte de Truman. Algunos meses después de rechazar la oferta del escritor, Mack Nations fue detenido por evasión de impuestos y soborno —murió dos años después de ser publicada la novela de Capote en un accidente de tráfico—, y la extensa confesión de Hickock inició a partir de ahí ese largo sueño que ha durado nada menos que cincuenta años.
Durante los tres años subsiguientes Capote se estuvo debatiendo en una irresoluble diatriba moral que terminó por destruirle como narrador, pero sobre todo como persona. Por un lado estaba su impaciencia por que llegase el día de la ejecución para poder poner un punto final a la novela. De hecho Truman despidió a los abogados de la defensa en cuanto hubo recopilado todos los testimonios que necesitaba para la trama —lo que ahora necesitaba no era una dilación en el proceso, sino que la cosa terminase lo más rápido posible—, y desde su lujoso retiro estival en Palamós leía las desesperadas cartas de los dos acusados, interrogándole sobre lo sucedido para tan radical cambio de actitud por su parte.  Por otro lado, y siempre según testimonios de mano tercera, la relación que llegó a fraguarse entre el escritor y Perry Edward pudo ir bastante más allá de una, por lo demás, muy poco recomendable amistad. Jamás sabremos hasta que punto pueda ser cierta la rumorología al respecto (hay quien afirma que Capote mantuvo relaciones sexuales con Perry en la celda), pero lo que sí sabemos es que Truman sostuvo un conflicto moral que se extendió bastante más allá de la fecha de publicación del libro. El propio escritor dejó constancia de cómo aquella interminable espera le estaba consumiendo, en una carta fechada el  4 de noviembre de 1961:
“Estoy hundido en la desesperación. Hay novedades muy lamentables. Ya hace año y medio que condenaron a los chicos, y ahora, de repente, a causa de alguna putada legal, parece que va a haber un nuevo juicio; lo que significa que pueden pasar otros dos años antes de que el maldito asunto quede sentenciado y yo pueda acabar el libro. Es deprimente, me repatea. A ver qué pasa”.
El 14 de abril de 1965 Richard Hickock y Perry Edward fueron finalmente ahorcados en la penitenciaría estatal de Kansas con treinta y ocho minutos de diferencia.
‘A sangre fría’ se publicó el año siguiente, llegando a ser un rotundo éxito de ventas internacional pero ferozmente cuestionado por la crítica desde un primer momento. A fin de cuentas Capote había anunciado a bombo y platillo que trabajaba en una obra de no-ficción, y las inexactitudes con respecto a los hechos comenzaron a rechinar desde el principio. Más allá de la supuesta construcción de un extenso reportaje periodístico novelado, lo que Capote se había propuesto era una jugosa obra comercial. Es por ello que decidió omitir determinados detalles que invalidaban el resultado final como una obra de amplio espectro. Tal era la supuesta relación sentimental entre los dos asesinos, relación que sí se recogía en la investigación del fiscal pero que debido a la moral del momento hubiese restado lectores a la obra. Además la novela retrata a un Dewey idealizado y heroico, cuando en realidad el agente se pasó la mayor parte de la investigación dando palos de ciego. Pero Capote le debía a Dewey demasiados favores como para no construir su personaje sobre la base del investigador absolutamente sagaz y de competencia irreprochable.
Finalmente, el manuscrito de Hickock recientemente encontrado contradice el móvil propuesto en la novela, apuntando a un crimen por encargo; algo que los investigadores estuvieron barajando en un principio pero que sin duda alguna hubiera restado dramatismo a la novela.
No obstante, a pesar de todas las licencias que Capote se permitiera y más allá de que ‘A sangre fría’ constituya o no esa fusión de periodismo y literatura que su autor se había propuesto, la novela es magistral en cuanto a que predispone al lector a querer comprender la motivación de los asesinos —cuando no a ponerse decididamente de su parte— por más que no exista razón justificativa posible para tan atroz y desmotivada acción. El retrato de una idílica familia de irreprochable reputación que encarna a la perfección el ideal moral sureño se contrapone al retrato de dos parias arrinconados, dos rateros sin muchas luces que acaso el propio sistema ha creado. Dudo mucho que la novela de Capote pueda considerarse un trabajo periodístico, pero sin lugar a dudas la obra escarba en las cloacas del alma humana hasta el punto de conseguir que el lector llegue a sentir cierta empatía con los asesinos. Y ya solamente por eso creo a Capote bastante más merecedor del Pulitzer que su amiga Harper Lee.
La única copia existente de la confesión manuscrita de Hickock está actualmente en manos de Kurt Hoffman, hijo del abogado de la oficina del fiscal que dio entrada al documento. No ha encontrado comprador y probablemente nunca llegue a ser publicado. 
 


GALA

 
 
GALA
 
Probablemente tomada en la fundación, supongo que en fecha más o menos reciente, la foto lo dice todo. ¿Premeditación y alevosía? A saber. El caso es que vivimos en un estado de derecho, así que mejor asumamos la presunción de inocencia de quien sea que haya disparado; pero intencionado o no, el tiro no pudo ser más certero.
Para mí es de las fotos más bellas que tiene: La ropa ya no consigue disfrazarle cuerpo, el cuerpo apenas le alcanza para contener al espíritu y el espíritu se derrama, a borbotones, desde el pretil de la mirada pícara y acartonada.  
Señoras, señores, don Antonio se despide; ya lleva algún tiempo haciéndolo. Y se despide sin miedo, ya lo ven, más feliz que una perdiz; y en silencio y en intimidad, pudoroso como solamente él ha sabido serlo.
Desde hace un año a esta parte son preguntas que de vez en vez me salen al paso: ¿Cómo serán hoy sus días? ¿Conservará entera la lucidez? ¿Quién o quiénes le estarán cuidando? ¿Recordará aún el nombre de cada uno de sus perros? ¿Rezará por las noches? ¿Cuáles serán sus lecturas, si es que acaso todavía lee…?
Y toda vez que alguna de estas preguntas me asola enseguida me lo imagino, unas veces asomando la adusta cabeza por alguna de mis ventanas, otras reflejado en el espejo cuando me afeito, descolgando el torso frágil desde el plafón de una lámpara o surgiendo de entre las faldas de alguna mesa camilla…  Hasta emergiendo del caldo mientras espeso un risotto se me ha llegado a aparecer… Pero se materialice donde se materialice, don Antonio siempre me responde lo mismo:
«¡Y a usted qué coño le importa!»
Ese era Antonio Gala. ¿Por qué? Pues porque podía. También Cela y también Umbral lo fueron, un poco así… como bordes. La diferencia con Gala es que mientras ellos solían caer mal en sus exabruptos, Gala soltaba una fresca de las suyas y siempre aterrizaba sobre las cuatro patas, jamás resultaba antipático. Y sospecho que la razón detrás de esa gran virtud —la de caer simpático a pesar de ser muy borde— estriba en que las borderías de Gala siempre fueron cachondeo.
Pocos tan cascarrabias como él, y pocos tan entrañables: Gala ha sido un autor redondo. Y no me refiero al talento, que está fuera de toda duda. Además de talento Gala ha contado desde el principio con una singularidad por los que muchos autores darían la mano derecha —quizá la izquierda también—; una rareza solo al alcance de muy pocos: Gala se ha sabido construir un personaje, y ese personaje ha sido, durante años, una potentísima máquina publicitaria al servicio de sí mismo. Nadie en la feria manejaba una fila de firmas tan bien como él. Gala sabía cuándo entretenerse y cuándo era preferible ir aligerando el paso. Manejaba el fenómeno fan como maneja el buen pescador su hilo. Y lo mejor de todo es que ese personaje suyo, aparentemente pazguato, casi siempre pudibundo y excesivamente edulcorado, jamás conoció el replegarse a la obsecuente y por demás muy rentable corriente de pensamiento oficialista de todas las ‘gentes de bien’.
Observen si no esta bomba: “Curioso país este en que la mujer más bella es un hombre, y en el que el matrimonio más duradero es el de dos homosexuales”. Arrea. La cita la recoge el periodista Joan Martínez Vergel en un magnífico ensayo sobre la sociedad rosa española titulado ‘Gai, ¿el quinto poder?’ en el año 2005, de la editorial Volter. Y creo que a nadie se le escapa a quiénes se está refiriendo Gala, tanto hablando de belleza como al hablar de barrer la casa. Yo en su momento me cabreé, y normal, pero es que a Vergel lo leí hará lo menos diez años. Hoy ese abierto cinismo de señoritingo andaluz por adopción me sigue cabreando igual, pero hoy lo entiendo mejor, porque Gala simplemente estaba siendo él mismo, dándole bastante igual lo que el resto del mundo pudiera pensar al respecto. Don Antonio siempre fue de esa cuerda de homosexuales que siempre ha llevado a gala una mariconería silenciosa y de puertas para adentro, una sodomía de salón y óperas alemanas que se complacía en el ‘amour fou’ de sus encuentros secretos de gabinete. Y a esa mariconería de marquesonas y régimen del 39 siempre se le ha atragantado esta posmodernez  que es el ‘outing’, porque el ‘outing’ daba al traste con el glamour efectista y de secreta sordidez con que se adornaban aquellas maricas ricas de entonces.
Me sigue cabreando igual, como digo, pero ahora se lo perdono; porque ni mi época es su época, ni mi clase va a ser su clase, ni mis amigos serán jamás sus amigos; y a Dios gracias.
Por lo demás siempre me ha parecido un autor valiente. Hay que serlo para salir en defensa de un personaje al que la historia ya ha coronado como rey absoluto de los pusilánimes, y desde luego hay que serlo para meterte en la piel de una mujer maltratada que justifica las hostias de su amante estambulí. Cagadas tiene, lo siento, como cualquier hijo de vecino. Yo me leí ‘La regla de tres’ con quince o dieciséis años y esperando chicharrones, y lo que obtuve fueron bocaditos de nata servidos en bandeja de plata sobre impersonales camas de hotel que jamás se llegaban a deshacer.
Mi reconciliación con Gala vino de la mano de ‘Los invitados al jardín’, y si no lo han leído, abróchense los cinturones, porque entramos en zona de turbulencias. La mayoría de los relatos que se recogen en ese libro están escritos en primerísima primera persona, y a los que están escritos en tercera se les puede deducir la primera sin derrochar demasiada imaginación: Gala narrándonos una hilarante visita a casa de un matrimonio de bears amigos suyos. Gala diseccionando la relación entre su amigo travesti, marbellista y cincuentón, y una lesbiana punki transgénero de veintipocos con quien feliz se amartelaba. Gala confesándose enamorado hasta la médula de un eremita canario a quien solía visitar de vez en cuando, y, atención: Antonio Gala hablando del Liquid.  
En serio, ¿pueden ustedes imaginarse a don Antonio acodado en la barra del Liquid? A mí ahí la cabeza ya me hizo cotocrock.
«Don Antonio es todo un señor, y nos entiende muy bien a las mujeres…» No, señora mía, me temo que no. Don Antonio es un zorro de mucho cuidado que nos la ha metido doblada a todos: A usted y a otras muchas que le tenían por ser un hombre de bien además de a mí y a otros muchos que le teníamos por un fraile cartujano.
Los invitados al jardín eran recibidos todos los años en casa de don Antonio para celebrar la noche de san Juan. Para ellos cortaba él naranjillas y limones aún sin desarrollar, yerbas aromáticas y granadas, brotes de mirto y alguna rama de pimentero. Después disponía todo aquel mejunje vegetal dentro de un lebrillo ancho que se llenaba con agua fresca hasta el borde; y el agua de ese lebrillo sería, al transcurrir de las horas, la colonia perfecta y casera que habría de aromatizar la noche más corta del año. O mejor digamos la más mágica, antes de que a algún purista le dé por levantar el dedo. No puedo evitar preguntarme si aún seguirá celebrando san Juan, si aún recolectará ramitas con que obsequiar a sus invitados, y la respuesta sigue siendo la misma, que a mí qué coño me importa. Touché.
Le preguntaba Quintero en una de las últimas entrevistas si había sido plenamente feliz alguna vez. Y Gala le respondía, cómo no, desde ese personaje tan suyo, en gran medida veraz y en buena parte inventado:
«¡De ninguna manera! ¡No me lo hubiera permitido! Me parece una ordinariez ser plenamente feliz y no estar gordo».


MÁS COJONES QUE EL TORITO DE LA VEGA

 


MÁS COJONES QUE EL TORITO DE LA VEGA
 
 
 
   Se llama David, pero no creo que en realidad se apellide Gordo. Lo de ‘Gordo’ yo creo que se lo ha puesto él, por puro cachondeo, porque si echáis un vistazo a su muro lo tiene cuajadito de pizzas, hamburguesas XXL y alitas a la barbacoa. Y por si acaso no hubiera quedado claro, él nos pone al tanto de su orden de preferencias en la presentación: “FOOD OVER SEX”. Pues eso.
Y no nos conocemos, pero David y yo somos amigos en Facebook, al igual que será también amigo de muchísimos de ustedes, porque eso es algo que le pasa con frecuencia a la gente que es buena, que les salen amigos por todas partes.  
Me pongo en contacto con él a través de Messenger para pedirle permiso antes de empezar a hablar de la salvajada esta que pueden ver en la foto. Sí, se trata de una captura de pantalla. Y la respuesta de David me reafirma en lo que yo ya suponía; que este tío tiene más huevos que el Toro de la Vega: «Puedes poner mi nombre y no hace falta que pixeles la foto, no tengo por qué esconderme de esto (…) ojalá sirva para que más personas dejen de sentir miedo».
Supongo que no hace falta explicar lo sucedido, porque la captura de pantalla habla por sí sola. El mensaje se hizo viral en pocas horas porque a David le conoce mucha gente; hasta que, como no podía ser de otra manera, varios amigos suyos también se lo enviaron a él.  
A David ‘el virus que navega en el amor’ le mordió con veintisiete años (el eufemismo no es mío, sino de los hermanos Cano). Y desde entonces la vida de David ha sido, al igual que la de muchos otros, una cruzada constante por la aceptación. Una tras otra, David, aceptación tras aceptación; se ve que lo nuestro es jamás terminar de completar esa cuota.
El ataque, quizá no tan cruel como cobarde, porque jamás sabremos de quién parte, es doblemente repugnante.
Es repugnante, primero, porque atenta contra la intimidad de una persona. David tiene una familia y un hijo, unos amigos y un entorno laboral que pueden ser —o no— favorables a su afección. David es un valiente y jamás ha querido esconderlo, pero también estaría en su derecho de callárselo si le diera la gana, y eso no le convertiría en menos valiente de lo que es.
Y es un ataque repugnante, además, porque parte de dentro del propio colectivo. Y creo que viendo a David tampoco hace falta explicar la motivación que ha tenido ese cobarde para hacer lo que ha hecho. Parafraseando otra vez a los hermanos Cano, que pese ese cobarde, si se atreve, su conciencia.
Hace apenas unos meses nos llevábamos las manos a la cabeza al ser testigos del ridículo espantoso que protagonizaron Alaska y Mario (bueno, y el resto de la nómina de asistentes también) en el programa de Dani Mateo, haciendo unas declaraciones tan serófobas como ignorantes. Lo más paradójico del asunto es que acudían a Vodafone Yu para hablar, precisamente, de su asistencia a la Gala SIDA, un photocall bien plantado para el mejor postureo.
Y eso, que dice Mario Vaquerizo que NO TE PERDONA que con toda la información que existe a día de hoy contraigas el VIH. ¡Ostras! Pues entonces queda claro que, como dice Dani Mateo, “ya no hay estigma”. ¡Guay! Y puesto que no hay estigma, supongo que ya tampoco hay de qué preocuparse, y por eso dice Alaska que entre sus amigos homosexuales no ve que haya mucha preocupación por prevenir la enfermedad. Por eso los homosexuales, hoy por hoy, estamos volviendo a cometer “locuras” (Lorena Castell sic.), ya sea que estemos sanos o tomemos “anticuerpos” (Lorena Castel sic. again), y por eso contraemos una enfermedad que Mario Vaquerizo, repito, NO NOS PERDONA.
El programa por supuesto lo tienen ustedes en YouTube, pero yo me pensaría muy mucho si ponerlo o no ponerlo, no sea que le den al play y se les infecte con algún virus la computadora.
Lo de Lorena Castell vamos a dejarlo estar, porque es que no tiene nombre. Si quiere, que se lea algún folletito, y si no pues que no se lo lea, que tampoco pasa nada. Cada quien es muy dueño de alimentar como mejor le parezca su incultura.
A Olvido Gara yo le diría que a quienes yo no veo muy preocupados por prevenir la enfermedad es a mis amigos heterosexuales; pero vamos, que no sé, Olvido, que supongo que los amigos de mis amigos tampoco serán tus amigos; o quizá sí, chi lo sa.
En cuanto a Dani Mateo, ay, Dani, mira, te recuerdo que en este país aún se excluye de la función pública a los aspirantes de acceso a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y a las Fuerzas Armadas que padezcan “enfermedades de transmisión sexual (…) que precisen algún tipo de tratamiento específico y/o de larga duración” o “enfermedades inmunitarias”. Que a ver, Dani, tampoco voy yo a liarte por esto la que te han liado a cuenta de la dichosa banderita rojigualda. Supongo que no te habrás leído las bases porque no te ha dado por opositar a Policía; pero sí, Dani, sí, aún sigue habiendo estigma.
Y finalmente, en cuanto a Mario Vaquerizo: Solo decirte, Mario, que ni los portadores de VIH ni aquéllos que han desarrollado la enfermedad necesitan tu perdón para nada. Ni tu perdón ni el de nadie, porque ser portador del VIH no es ningún pecado, ni ninguna falta, y lo último que necesita una persona portadora es sentir culpa por nada.
Sigo tu ejemplo, David, y lo cuento; porque tampoco yo tengo por qué esconderme de nada: Yo mantuve una relación con una persona seropositiva hace dieciocho años. Tampoco duramos mucho, apenas estuvimos juntos un año, pero sí que nos dio tiempo a hacer muchísimas locuras; entre ellas viajar a Cádiz en pleno mes agosto, con toda la calufa, o salir los domingos al Rastro a ponernos hasta el culo de raciones de caracoles, ahí, a lo loquer. Y sin embargo, sobreviví; aquí estoy, dieciocho años después, VIH negativo y sano como una manzana. Aunque no tan sano como tú, David, que no hay más que ver tu foto para darse cuenta de que estás más sano que CR7 y más fuerte que el vinagre.
Escribe David en su post de desagravio, casi al final: “Creo que con esto subo tres peldaños de golpe en la escalera del conocimiento y la superación de uno mismo… David sube de nivel… como en los videojuegos, jeje” Qué va David, para nada.  No has subido de nivel, ¡con esto has reventao el record, compadre!  
Y se despide David con una palabreja muy sencilla: KARMA. Pues eso, primo, tiempito al tiempo y que trabaje el Karma. Tú a tus pesas y a tus pizzas.
Y por cierto, David, si no te lo digo reviento: que lo de mojar las anchoas en la mayonesa es una gochada pero mu grande. No es ya que no tengas el perdón de Mario Vaquerizo, es que no tienes perdón de Dios, quillo.
¡Aúpa men, pizzas y Netflix a muerte…! No sabes tú ná…