IGNATIUS REILLY: EL QUIJOTE AMERICANO
Marzo
de 1969, un paraje solitario a las afueras de Biloxi, Misisipi. Un hombre joven de aspecto atildado ha conducido durante toda la noche. Con
exquisito cuidado y ademanes comme il
faut, aparca ahora su Chevy azul eléctrico en un estacionamiento poco transitado. Acto seguido se apea del
automóvil, recoge del portaequipajes una manguera comprada el día anterior y la
amorra al tubo de escape, introduciendo el otro extremo en la ventanilla
trasera del vehículo.
«…demasiado larga…»
«…Ignatius no es tan bueno como usted cree…»
El
monóxido de carbono mata rápido y de manera indolora. No es la manera más heroica
de suicidio, pero es sin duda eficaz; y cuando menos resulta, además, una muerte bastante
literaria.
Las
motivaciones del joven nunca han estado del todo claras —la madre destruyó la
nota de suicidio que el chico escribiera como despedida, aludiendo de forma vaga en algún
momento a aquella nota para tipificarla como “los desvaríos de un loco”—.
Y
la verdad es que para entonces el muchacho ya arrastraba una prolongada
depresión generosamente regada de un alcoholismo feroz; jamás sabremos, por
tanto, si la larga sarta de rechazos editoriales que recibiera aquel chico
resultó determinante en esa última —seguramente también precipitada—decisión del
joven Toole.
No
dejan de sorprendernos los argumentos expuestos por algunos de los editores que
tuvieron el manuscrito en sus manos en vida de Toole:
«…en
realidad no trata de nada en concreto…»«…demasiado larga…»
«…Ignatius no es tan bueno como usted cree…»
El
caso es que a pesar de la falta de visión de aquellos editores, doce años después, en 1981, ‘La conjura de los necios’ se alzó con el Premio Pulitzer de novela de aquél año. Fue gracias a la
insistencia de esa madre destructora de notas de suicidio. La pobre mujer se
pasó lo que le restó de vida mendigando de puerta en puerta, hasta que finalmente el
escritor Walker Percy aceptó, a regañadientes, iniciar la lectura de un
manuscrito enorme y prácticamente ilegible.
Hoy por hoy se considera una de las obras cumbres de la narrativa contemporánea
norteamericana.
El año que viene se cumplirán 50 años de aquel hecho luctuoso sucedido a orillas del Golfo de México; así que vayan calentando motores, desempolven sus cuadernos Gran Jefe y prepárense para gritar: ¡Deberían azotarla! Seguro que lo pasaremos bien.
El caso es que 50 años después de la muerte de Kennedy Toole, el orondo Ignatius Reilly aún sigue arrancando risotadas a toda una legión de fans que crece de forma continuada. No suele suceder con todos los libros, con este, siempre: Charlando con Menganito o con Zutanito ambos os confesáis mutuamente lectores de esa gran conjura de ‘dunces’, y una amplia sonrisa de reconocimiento y satisfacción os ilumina el semblante. Es normal; recordáis las carcajadas, la sorpresa, el alborozo de la primera vez; la indefinible extrañeza al preguntaros como algo así de divertido no había caído aún en vuestras manos y la inmensa alegría de saber que ya no os iréis de este mundo sin antes haberlo leído.
El año que viene se cumplirán 50 años de aquel hecho luctuoso sucedido a orillas del Golfo de México; así que vayan calentando motores, desempolven sus cuadernos Gran Jefe y prepárense para gritar: ¡Deberían azotarla! Seguro que lo pasaremos bien.
Por
qué motivo consigue un lector ‘encariñarse’ de un personaje maligno y egocentrista,
misógino, racista, vago y alborotador, rancio, guarro como él solo, casposo y comedogénico
—la lista de descalificativos podría ser infinita— es un absoluto e irresoluble
misterio. Y, bueno, la literatura es que siempre lo es. Quizá Santiago Segura podría
aportarnos algunas claves sobre este particular en versión cinematográfica.
El caso es que 50 años después de la muerte de Kennedy Toole, el orondo Ignatius Reilly aún sigue arrancando risotadas a toda una legión de fans que crece de forma continuada. No suele suceder con todos los libros, con este, siempre: Charlando con Menganito o con Zutanito ambos os confesáis mutuamente lectores de esa gran conjura de ‘dunces’, y una amplia sonrisa de reconocimiento y satisfacción os ilumina el semblante. Es normal; recordáis las carcajadas, la sorpresa, el alborozo de la primera vez; la indefinible extrañeza al preguntaros como algo así de divertido no había caído aún en vuestras manos y la inmensa alegría de saber que ya no os iréis de este mundo sin antes haberlo leído.
El
éxito de 'La conjura de los necios’ responde a una fórmula tan sencilla de
comprender como difícil de conseguir, y que se enuncia de la siguiente manera:
Verosimilitud
convincente + Sencillez aparente = Genialidad narrativa sorprendente.
Y
no puedo estar más de acuerdo con todos aquellos que dicen que Reilly ha de ser
a la fuerza un autorretrato deformado y exorbitante del propio Toole, aunque
tampoco tan alejado de lo que debía de ser la realidad interior del propio
autor.
No
amamos las novelas porque nos hagan más inteligentes o porque nos brinden
certezas, nos enamoramos de las historias que conforman universos sencillos y
verosímiles de los que no queremos salir.
Y el universo de personajes que Toole configura en la Nueva Orleans de los primeros años de la década de los 60 es una verdadera jaula de grillos de la que cuesta mucho salir. Un profuso catálogo de estrambóticos personajes a cada cual más histriónico, todo un elenco de locos de atar.
Desde la propia madre de Ignatius hasta el inepto patrullero Mancuso, la desapegada ‘inexistencia’ de la señorita Trixie, la sórdida y a la vez ingenua caterva de maleantes que se reúne en el club de Lana Lee, el inolvidable acento sureño del muy existencialista Burma Jones o las irritantes y sempiternas soflamas de Myrna Minkoff. A cada cual más magnífico, todos inolvidables.
Y el universo de personajes que Toole configura en la Nueva Orleans de los primeros años de la década de los 60 es una verdadera jaula de grillos de la que cuesta mucho salir. Un profuso catálogo de estrambóticos personajes a cada cual más histriónico, todo un elenco de locos de atar.
Desde la propia madre de Ignatius hasta el inepto patrullero Mancuso, la desapegada ‘inexistencia’ de la señorita Trixie, la sórdida y a la vez ingenua caterva de maleantes que se reúne en el club de Lana Lee, el inolvidable acento sureño del muy existencialista Burma Jones o las irritantes y sempiternas soflamas de Myrna Minkoff. A cada cual más magnífico, todos inolvidables.
Poniéndome
muy puntilloso, podría llegar a reconocer que quizá las páginas dedicadas a
organizar ese lobby gay que iría destinado
a poner en jaque a todo el ejército de los Estados Unidos, a mí se me hicieron
un poquitín menos graciosas —a ver, porque aburridas, lo que se dice aburridas,
tampoco son—. Y también creo que a la disparatada fiesta en la casa de los
maricas se le podría haber sacado aún más jugo. Pero en todo caso no son más
que mis apreciaciones subjetivas, cada lector de la Conjura tiene sus propios pasajes
preferidos. Otros encuentran demasiado largas las reflexiones de Ignatius como
el nuevo Boecio, pasajes que en mi opinión no pueden ser más hilarantes.
Lo que creo indiscutible es que a pesar de que la novela tiene sus momentos álgidos con sus descansos intercalados —o quizá precisamente debido a ellos—, el libro se lee del tirón y casi sin respirar; dejándonos al final esa impagable sensación de tristeza por haberla terminado.
«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele fácilmente por este signo: todos los necios se conjuran contra él».
Y para aquéllos que aún no hayan tenido el inmenso placer, el 50 aniversario del fallecimiento de Toole será una ocasión perfecta para dejarse seducir. Siéntense en algún lugar predilecto, relajen su válvula pilórica y pertréchense de una gran caja de ‘tissues’, porque se van a reír, y mucho.
Lo que creo indiscutible es que a pesar de que la novela tiene sus momentos álgidos con sus descansos intercalados —o quizá precisamente debido a ellos—, el libro se lee del tirón y casi sin respirar; dejándonos al final esa impagable sensación de tristeza por haberla terminado.
Uno
tiene su altarcito para rendir culto a sus lares; les prendo su incienso, les
limpio sus fotos, les sirvo de cuando en cuando licores o les honro con sus
velas. Toole tiene su huequecito entre Capote y Harper Lee. Yo sé que los dos
le cuidan. La gran tragedia de Toole fue que, en ocasiones, la avasalladora
entidad de la obra fagocita al propio autor. En este caso, literalmente se lo
llevó por delante. Pero como reza la célebre frase de Jonathan Swift que da
título a la novela:
«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele fácilmente por este signo: todos los necios se conjuran contra él».
Para
aquellos que ya seáis fans y no lo sepáis, la biografía de Toole en castellano
la sacó Anagrama en 2015, y se titula ‘Una mariposa en la máquina de escribir’.
Y para aquéllos que aún no hayan tenido el inmenso placer, el 50 aniversario del fallecimiento de Toole será una ocasión perfecta para dejarse seducir. Siéntense en algún lugar predilecto, relajen su válvula pilórica y pertréchense de una gran caja de ‘tissues’, porque se van a reír, y mucho.
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