ALEJANDRO
Cuentan que mató a su primer hombre con tan solo doce años.
El joven príncipe regresaba a Pella tras unas jornadas de
caza, acompañado de un séquito modesto, cuando unos bandoleros los asaltaron en
el camino. A la escolta le costó sofocar la ofensiva. Aquellos bandidos los
superaban en número, pero aún más los superaban en atrasado apetito. El niño
observaba la reyerta desde muy cerca —a él nadie le había tomado en cuenta— y
aparentemente asustado. Pero su cara de pasmo no respondía al temor, sino a la
alerta; tan solo estaba buscando una brecha… Y en cuanto al fin la encontró se
le tiró al cuello.
Continuaron el viaje habiendo tenido que lamentar una baja.
El niño no paraba de abofetearse la cara a sí mismo.
Cuando pasada la medianoche Filipo regresó a palacio
encontró a Alejandro en el patio, desnudo y arrodillado sobre la grava, con
ambos brazos extendidos en cruz. Ni siquiera le habló. Furibundo, preguntó al
primer sirviente con el que se topó por la última bribonada del príncipe.
«Nadie lo ha castigado, señor. El príncipe ha matado hoy a
un hombre. Y se siente avergonzado, ya que apuñaló al ladrón por la espalda,
sin darle ninguna opción de defensa». Al rey le costó dar crédito a lo que oía.
«Sal y dile al príncipe que se le levanta el castigo».
El criado no tardó en regresar con la respuesta de Alejandro:
«Señor, dice el príncipe que no tenéis competencia para levantarlo, ya que el
castigo no lo habéis impuesto vos. Pide que se le respete en su decisión de
seguir ahí castigado por tres días».
Y tres días con sus tres noches estuvo el niño ahí postrado.
No fue suficiente, sin embargo; Alejandro jamás se lo
perdonó. Toda su posterior carrera militar fue una continua oda al ‘buen
combate’, una obsesiva penitencia por redimir ante los dioses su imaginada
cobardía de aquel día.
Bucear la personalidad de Alejandro es cuando menos bastante
frustrante. Alejandro no tiene buenos biógrafos. Quien lo amó lo hizo sin
medida, y quien lo odiaba también fabuló, pero en su contra.
La psicología de Alejandro es un colosal galimatías de
exageraciones e inexactitudes, un complicado mosaico de hechos verídicos
imbricados con otros que, para bien o para mal, fueron sibilinamente
inventados. Algunas cosas seguras sabemos no obstante:
Aunque la fecha exacta es incierta, la tradición historiográfica
iniciada por Plutarco asegura que el rey del imperio heleno nació entre los
últimos diez días del mes de julio. El sol transitaba por tanto la constelación
del león en el momento de su alumbramiento. Júpiter —Zeus en griego—, dios
absoluto de la expansión, apadrinaba el nacimiento de Alejandro a cambio de que
este conquistase para él todo el mundo hasta la fecha conocido: Quid pro quo.
También sabemos a ciencia cierta que presenció la muerte de
su padre, Filipo II de Macedonia, a escasos metros de donde él estaba sentado y
a manos del magnicida Pausanias, quien siempre se ha tenido por un amante del
propio rey. La versión que Aristóteles nos cuenta es que Pausanias mató a
Filipo en un arranque de celos, al haber sido sustituido por un nuevo favorito
varón, curiosamente de nombre también Pausanias.
Sin embargo no hay que olvidar que Aristóteles fue el tutor
de Alejandro, una fuente por tanto proclive a exonerarlo de cualquier desliz o pecado,
un biógrafo abiertamente parcial.
Tradicionalmente los reyes macedonios se habían permitido
una suerte de poligamia casamentera trufada de numerosos amantes de ambos
sexos. Filipo II no fue una excepción. Alejandro, como único hijo varón, era
por tanto el único heredero posible al trono. Pero la madre de Alejandro no era
macedonia, sino epírota; y un año después de imponer su hegemonía sobre toda
Grecia tras la batalla de Queronea, el rey Filipo decidió activar de nuevo su
política matrimonial, casándose esta vez con una noble de irreprochable ascendencia
macedonia.
No es entonces inconsistente el suponer que ni a Alejandro
ni a su madre, la reina Olimpia, les hiciera demasiado felices este nuevo
matrimonio de Filipo: la posibilidad de un vástago de ascendencia puramente macedonia
podría poner en jaque el futuro acceso de Alejandro al trono de la Grecia
recientemente unificada.
Que Alejandro estaba enfadado lo sabemos por sus palabras
textuales durante los festejos nupciales de su padre con la nueva esposa. Fue
una noche de invectivas y miradas asesinas, el ambiente era tan denso que podía
cortarse con un cuchillo. Todo empezó con los brindis, cuando el nuevo suegro
de Filipo osó brindar en su discurso por «un futuro legítimo heredero al trono
de Macedonia».
Tras escuchar esas palabras Alejandro le arrojó su copa al
rostro y le espetó furibundo: «¡¿Y yo que soy?! ¡¿Un bastardo?!».
Y entonces el rey Filipo, que era un gran bebedor y un bebedor
además bastante malo, se levantó a poner orden entre los dos contendientes pero
tropezó cayendo al suelo.
Y no siempre se calla para guardar un secreto, a veces
también se calla para mantener la paz. Pero Alejandro por entonces tenía tan
solo diecinueve años, le sobraban belleza y juventud a raudales pero le faltaban
aún por conquistar la prudencia y el comedimiento; así que viendo a su padre
completamente beodo y ya en el suelo, decidió extender los brazos y no calló:
«¡Miradlo! ¡Miradlo! ¡Quiere cruzar Asia entera, pero ni
siquiera es capaz de pasar de un lecho al siguiente sin caerse!».
No llegó la sangre al río. Antes de que la cosa fuera a más,
convencieron al joven príncipe y lo sacaron de allí. Y dicen que Filipo llegó a
perdonarle días después el exabrupto, pero la relación con su hijo jamás volvió
a ser la misma; no hubo tiempo. Al año siguiente de aquella trifulca se
celebraron las nupcias de la hermana de Alejandro, la princesa Cleopatra —no la
del áspid mortal, sino una antepasada aún más guapa— y tras el banquete de boda
se había programado una comedia, una comedia que al parecer les salió bastante
trágica. Alejandro ya estaba sentado en el momento en que Filipo accedía al teatro,
sin escolta; y sin perder un segundo Pausanias se abalanzó sobre el rey,
dándole muerte con una daga.
No es infundioso presuponer a Alejandro detrás de la muerte
del rey. A fin de cuentas, tenía motivos de bastante más peso que los de
Pausanias para asesinarlo. Y con el brazo ejecutor, Pausanias, guardaespaldas y
amante del rey, y finalmente su asesino, Alejandro bien pudo haber negociado un
salvoconducto eficaz de manera previa al magnicidio. Finalmente no fue así, a
Pausanias lo ajusticiaron mientras huía.
Pero si no resulta aventurado pensar que Alejandro hubiese
podido tener bastante que ver en el asesinato de su padre, menos aún lo es pensar
que quien de verdad debía estar tras bastidores, urdiendo los mimbres del plan,
debía de ser su madre, la reina Olimpia. Una mujer supersticiosa aunque increíblemente
astuta, la mejor a la hora de desenvolverse bajo las turbulentas aguas de una
corte tan promiscua: una reina que acostumbraba a dormir con serpientes. Y no
es una licencia metafórica, esto fue algo literal. Una costumbre, por cierto
—la de dormir con serpientes—, que la reina intentó inculcar a su hijo desde
bien pequeño, haciéndole así emular a un jovencísimo Hércules, algo que al rey
Filipo le sacaba bastante de quicio.
Olimpia fue una madre acaparadora e insidiosa, pero en gran
medida, el éxito posterior de Alejandro, se lo debemos a ella.
De Filipo heredó Alejandro una Grecia unificada y un
ejército al fin profesionalizado. (Anteriormente al rey tuerto, los ejércitos
griegos habían estado formados por humildes aldeanos que se aprestaban a
empuñar las armas al mes siguiente de haber dejado el arado). Pero de Olimpia
heredó la ambición y la estrategia, amén de una megalomanía sin límites que la
reina se empeñó en inculcarle desde pequeño, asegurándole ser descendiente del
mismísimo Zeus, regente y señor, como ya hemos dicho, del sol natal absoluto en
la carta de Alejandro.
Otra cuestión que podemos tomar por bastante cierta es la
homosexualidad exclusiva del conquistador, algo que también sabemos gracias a
Olimpia, quien no paró de hostigar a Alejandro para que este contrajese
matrimonio, al parecer con bastante poca respuesta por parte del hijo al espinoso
particular del bodorrio.
En la antigua Grecia, la homosexualidad, no es que estuviera
bien vista. Un hombre debía ser siempre un hombre, y como hombre, follarse
cualquier elemento vivo en la naturaleza estaba bien para él y era acertado. Lo
que desde luego no estaba bien visto era que un hombre, sobre todo ya pasada
cierta edad, se dedicase en exclusiva a los devaneos con sus iguales e ignorase
abiertamente a las mujeres; y mucho menos un rey, de quien se espera
descendencia.
Pero al parecer Alejandro estaba más que atendido por su ejército,
fue muy feliz en campaña y jamás se mostró demasiado interesado en buscar
suavidades fuera de las carpas del campamento. Sus hombres lo amaban, por
cierto. Ese fue uno de los grandes ingredientes de su éxito. Alejandro nunca se
hizo temer. Lejos de eso, él supo hacerse respetar con el ejemplo. Su actitud
suicida en combate enloquecía a las falanges. Mientras viajaban tenía la
costumbre de entrenarse, saltando arriba y abajo de un carro en marcha mientras
que sus hombres simplemente caminaban cantando o compartiendo chistes y chanzas.
Jamás celebraba una victoria sin antes haber enterrado a los muertos y de haber
acudido, después, al hospital de campaña para interesarse por el estado de cada
soldado herido en la batalla. Y ya en las celebraciones, se dice que bebía como
el que más, pero que ninguno de sus hombres llegó a verlo nunca en las
lamentables condiciones en que sí se había podido ver habitualmente a su padre.
Los cronistas más dadivosos cuentan que conocía a todo su ejército por cada
nombre de pila —¿alguien se lo cree?—, yo lo veo bastante difícil. Pero dejando
de lado esta y otras muchas alharacas fruto de la mitomanía más exacerbada, lo que sí parece seguro es que sus hombres lo
amaban sin medida, y él les amaba a ellos, mucho; pero a ninguno como a
Hefestión.
Y con respecto a Hefestión, por cierto, hay otra cosa que también
podemos dar por ser bastante cierta, ya que esto nos lo cuenta Tolomeo, uno de
los cinco dedos de la mano derecha del héroe y a quien Alejandro legó tras su
muerte todo el Egipto conquistado. Al parecer Alejandro, aterrado ante la
posibilidad de que algún otro general le achacase el mínimo favoritismo o
preferencia en beneficio del amado, arrinconó de manera tácita a Hefestión
durante años, manteniéndolo en posiciones humildes y privándole de las
promociones y ascensos que en atención a los méritos sí que concedía a otros
muchos altos mandos. Fueron los propios generales quienes, escandalizados ya
ante ese sistemático e injusto agravio comparativo, exigieron a Alejandro lo
que a Hefestión debía pertenecer ya en justicia. Y solo entonces el rey, y no
antes, accedió a promocionarlo.
Con Hefestión compartió Alejandro las lecciones de
Aristóteles. De mano de Hefestión mordió de niño muchas veces la amarga arena
del gimnasio —por lo visto era lo habitual, Hefestión era bastante más fuerte y
algo más alto que él— y con Hefestión compartió el lecho de forma prácticamente
exclusiva hasta que tras vencer a Darío conoció Alejandro al muchacho persa. Pero
la del muchacho persa es otra historia, y una que nos cuenta de forma exquisita
Mary Renault en el libro que cierra su trilogía sobre el héroe (curiosamente el
primero que escribió). En ese libro relata Renault la historia del apasionado ‘affaire’
de Alejandro con el eunuco de Darío, amén de su extrañísima boda con una
princesa tribal, prácticamente una indígena, la indómita princesa Roxana.
Pero si lo que os interesa es más bien la táctica militar y
las campañas más allá del Gránico, José Ángel Mañas lo cuenta de maravilla en
su anterior inmersión histórica: El secreto del oráculo.
Yo os recomiendo estos dos, pero libros sobre Alejandro
existen varios millones. Y otros tantos millones más se escribirán sobre él,
seguro, antes del día en que el sol alcance el último ocaso.